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¿Quién dijo miedo? ¿Quién dijo miedo?
Covi Galeote. Con aficiones como la fotografía, el deporte, la música y la familia. Le gusta participar y aportar en todo lo que respecta a Teruel. Heredo esta afición de mi padre Rafael.

Por Cristina Giménez López *


Yo fui quien puso el pararrayos en la torre de la iglesia de mi pueblo. Con veintipocos años, aún unos cuantos granos de acné y mucha tontería, mi padre me había puesto las pilas una noche al llegar de dar una vuelta. Me dio un ultimátum. O aprobaba todo o me ponía a currar con él y su cuadrilla. Mi madre me daba alas. Esos alientos que sólo puede dar una madre a la que tenerme le costó casi la propia vida y un dineral. Y yo me aprovechaba de cada mimo, de cada guiño y conseguía cualquier capricho aun sabiendo que estaba haciéndolo mal. Que mi egoísmo les costaba más de lo que hubiesen podido pagar. Pero así era yo. Un malcriado. Desde bien pequeño me di cuenta de mi situación favorable frente a la de mis amigos, más atados en corto. Mi madre no sabía decir que no a ninguna de mis sugerencias. Y conseguía que mi padre, por no darle un disgusto, la dejase hacer y decidir siempre a mi favor. Pero eso se acabó un buen día. ¡Qué digo bueno! Para mí, fue un bofetón con toda la saña. Vapuleó mi bienestar. Cierto que ya tenía una edad. Y seguía comportándome como un niñato. Ni asomo de sensatez. Alargué mi adolescencia hasta ese día. Después de unas notas en segundo de ingeniería pésimas y tener que pagar los créditos de las que pretendía volverme a presentar, mi madre tuvo que pedirle ese dinero y él ya no consintió más.Unos cuantos insultos merecidos y gritos, me hicieron bajar la mirada hacia el plato de tortilla de patata. Su tono no fue el de siempre. No gritaba en vano. Y noté que ese día iba en serio. Así que después de su “ésta es la última”, realmente fue la última. Y yo por más que intenté mejorar y ponerme a estudiar, ya no era capaz de coger el ritmo ni los apuntes, ni con tutorías personalizadas. Y un día, delante de mis notas mediocres, que no pésimas, balbuceé una disculpa. La primera sincera en mi vida. Pero supe, y no lo discutimos, que esa ya no servía. Que ya no volvería a las clases y que el siguiente madrugón sería para acudir a la obra.

Me levanté aquella mañana, casi sin haber pegado ojo, porque aunque ya hubiese probado el curro algunos días en verano, no conocía a casi nadie de los que ahora trabajaban con mi padre. Y porque mi conciencia se revolvía manteniéndose despierta a mi pesar. Si hubiese hecho esto y no aquello… Mi madre abnegada, con su delantal de paño azul, tenía preparado el desayuno y dos bocadillos gigantescos para nuestro almuerzo. Sin decir palabra me tomé el café con leche y me comí una magdalena a desgana. Mi padre ya estaba abajo preparando la furgoneta y revisando material. Cogí la bolsa y le di un medio abrazo a mi madre. Ella me obligó a que fuese entero. Y susurró en mi oído un pórtate bien, que quería ser más un ten cuidado y como siempre, un te quiero. De esos siempre me decía muchos, sin decirme. Terminé de cargar unos puntales y me subí delante con él. No dijo ni media en todo el trayecto hasta recoger a los dos compañeros que yo sí conocía. Uno era Tomás, de la edad de mi padre, unos cincuenta y pico, muy fuerte y robusto y muy hablador y provocador. Llevaban juntos desde el principio y conocía el oficio muy bien. El otro, Juan, para todos Juanico, por lo menudo, aparentaba un poco menos de edad y tenía un carácter más serio y callado. Era rápido y habilidoso. Trepaba como una lagartija por andamios y torres, sin temor ni vértigo. Enseguida comenzaron a provocarme como era de esperar, y chinchaban a mi padre, que serio no entraba en el juego. Yo sabía que le hubiese gustado contestarles una barbaridad y que se contuvo por mí. Pero durante el trayecto noté cómo su rigidez se relajaba. Esos amigos le hacían bien, y yo no haría nada para enojarlo. No ese día, al menos. Quería que estuviese orgulloso de mi trabajo y saber estar. Al no padecer de ningún tipo de vértigo, me presenté voluntario para encaramarme con Juanico a la torre y enganchar el pararrayos cuando Higinio con la grúa nos lo acercase. Ya había secado el encofrado y los ganchos de los tirantes que prepararon hacía unos días. Desde allí arriba, sentía libertad y el arnés me daba seguridad. No paré a pensar en nada metafísico ni romántico. Sólo busqué puntos de apoyo y mi estabilidad. La grúa acercó la cruceta y la agarramos con fuerza para encararla con el hierro del suelo. Enroscamos las tuercas y los tirantes. Un par de horas más tarde lo teníamos controlado. Yo bajé detrás de Juanico y sin darme cuenta de que mi cincha de agarre se había rasgado. Partió y me vi volando de espaldas hacia el suelo. Mi mirada hacia el cielo y mis manos agitándose por agarrarse al vacío. Fueron unos segundos, lo que tardó mi espalda en crujir contra la vertiente del tejado casi tres metros más abajo. Oí mi grito, y el de mi padre. Y después silencio. Me desmayé. Desperté un día después de la intervención en la capital. Envuelto en tubos y gomas de gotero, en sondas y vendas. Mimado por enfermeras y auxiliares y por mi madre, que ni un instante se separaba de mi cama. El segundo día, mandó mi padre a mi madre a casa a descansar y mudarse, quedé a solas con él y me atreví a preguntar por mi situación. Aún nadie me había dicho nada, ni el médico especialista que sólo había asomado un minuto al salir de la operación. Le pregunté con temor. El miraba por la ventana y mascaba las palabras, meditando cómo decirme…

Se giró llorando y me dijo que quizá no volvería a caminar, que mi columna partió por el choque contra el tejado y que sería duro recuperarme, aunque probable. Me dijo que había un tratamiento en Toledo. Y que le perdonase. Amargamente, esto lo repitió muchas veces. Que perdonase el haberme llevado allí ese día. Yo estaba en shock y quedé en silencio durante un tiempo.

Los traumatólogos y neurólogos me explicaron cuál sería el tratamiento, su duración y su peso. Ellos tenían buenas expectativas. Y aquí estoy, hoy, esperando que nos recoja el taxi para llevarnos a mi madre y a mí al hospital de parapléjicos. En el banco desde donde veo la torre que me dejó caer, y el pararrayos que yo coloqué. Sentir, lo que se dice sentir, todos lo sentimos y mis piernas pronto lo harán también. Estoy completamente seguro de ello.

* Diplomada en Ingeniería, su pasión por escribir supera las tecnologías. Ha publicado los poemarios Mil letras ideales ( Poesía eres tú,2017), Aunques y porqués (Eride, 2018), Los amantes y el resto de los mortales (Eride, 2020),  y Escaparate o escondite (Otro matiz, 2023), y colaborado en trabajos corales: Teruel, poesía tras el objetivo (Dobleuve,2021, Sin una mirada no hay paisaje (CECAL,2018), y en la muestra Éxodo desde Ucrania. Miradas de las mujeres, con el fotógrafo Javier Martín.

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