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Alma de torero Alma de torero

Alma de torero

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F.J.B.

Hagamos un ejercicio de abstracción y viajemos con la imaginación a este momento concreto que planteo. Son las cinco en punto de la tarde, suenan clarines y timbales y uno se ve en la más absoluta soledad de un ruedo y observado desde el tendido por miles de miradas festivas, entendidas, críticas o quién sabe. Bajo ese bullir de gente, la contradicción de un silencio íntimo que sobrecoge el alma cuando sobre tu silueta erguida comienza a dibujarse el primer trazo brusco de muerte que enarbola entre sus pitones un toro negro con aviesas intenciones.

Solo. Preso de tus circunstancias. Apuntalado por tu sabiduría pero mecido al vaivén de la suerte. Suerte. Ahora, asumido el reto y dispuesto a descubrir tu límite más extremo, ese que juega en la frontera de la vida y la muerte, desnudas el alma, te entregas a tu arte y esperas paciente el juicio solemne de un tendido que puede hundirte en el peor de los infiernos o elevarte a la categoría de héroe. 

Dirá algún lector que eso es demasiado imaginar y que ni por todo el oro del mundo uno quiere vivir semejante trance o servir de “pelele” a la causa que fuese. Pero es que yo propongo un juego diferente. Yo sugiero que ese ruedo en el que eres blanco de miradas inquisidoras, las mismas que te van a juzgar y a sentenciar cuando acabes tu faena, sea la oficina en la que trabajas, la fábrica en la que te mueves, el campo que labras o el aula en la que enseñas y das lecciones. En definitiva tu vida cotidiana en la que debes responder de tus responsabilidades. El toro solo es tu obligación diaria y tu deber permanente.

Y ahí te tienes. Solo. Preso de tus circunstancias. Apuntalado por tu sabiduría pero mecido al vaivén de la suerte. Y lo repito, esta vez colocado en tu trabajo pero ante la mirada de miles de ojos que te van a elevar al cielo si respondes o que te humillarán si te desentiendes. Y me surgen no pocas reflexiones. ¿Obraríamos de otra manera de sabernos sometidos al juicio inmediato de una grada puesta en rededor de la oficina? ¿Seríamos más eficientes? ¿Soportaríamos la presión que supone ser todos los días valiente?

Tengo para mí que si así fuera las sentencias del juez serían más justas y valientes. Lo creo. Y que las decisiones del político serían más honestas y también valientes, y las del ejecutivo más humildes y amables, las del ingeniero más elaboradas, las del maestro más consecuentes y las del funcionario más eficientes. Y valientes, siempre valientes porque de no serlo te sacarían de tu ruedo particular entre pitos, broncas y almohadillas. Entonces las apariencias ya no serían pertinentes, no habría vagos ni aduladores, no podrías escaquearte y cada uno tendría el lugar que de verdad merece. 

De ser juzgado en el instante mismo en el que culminas tu trabajo, como se hace con el torero, muchos saldrían por la puerta grande pero alguno protegido por la fuerza pública. Admiro profundamente a los toreros. Responden en el instante, se someten al juicio de un tendido variopinto y lo hacen en esa frontera que divide la vida y la muerte aunque algún frívolo pueda pensar que solo son “peleles” para un espectáculo de sangre. Si todos tuviéramos alma de torero las cosas serían muy diferentes. Lo creo firmemente.