Siento ser tan crudo y tan directo, pero si está usted leyendo esta columna en algún pueblo de Teruel, que sepa que es un ciudadano de segunda división. Por mucho que se empeñe, usted no vale lo mismo que el lector que está leyendo esta columna en la capital.
Me da igual que me diga que no se considera menos que nadie, que por vivir en un pueblo no se es inferior a los que viven en la ciudad. Ya puede justificarlo como usted quiera, pero la realidad es tozuda y le quitará la razón.
Que sí, que en los pueblos cada vez vive menos gente, que la despoblación es una lacra y que, a este paso, se van a cerrar porque nadie quiere vivir donde usted vive, pero que eso no significa que haya diferencias entre los unos y los otros.
Que todo eso me parece muy bien, muy loable, pero que por mucho que lo diga, que lo repita y que lo grite, pues que se lo va a llevar el viento.
Seguro que usted, lector del periódico en un pueblo de Teruel, se ilusiona cuando algún político dice eso de que la despoblación tiene que ser un problema de Estado y que ahora sí, ahora ha llegado el momento de actuar.
Pues no se crea todo lo que escucha, porque no es lo mismo predicar que dar trigo.
Lo de que usted es un ciudadano de segunda no lo digo yo, Dios me libre; lo ha dicho la empresa Correos, una empresa regulada por el Estado y que tiene la obligación de Servicio Postal Universal.
A pesar de sus obligaciones, el 31 de diciembre decidió, de manera unilateral, que llevar un periódico a un pueblo iba a ser un 30% más caro que llevarlo a una capital de provincia. Sí, un 30% más caro y sin dar más explicaciones que su cuenta de resultados, esa fechoría que se utiliza, a veces, desde lo público para justificar cualquier decisión.
Si algún político responsable -o compinche- de medidas discriminatorias como la que ha tomado Correos está leyendo está columna, le voy a pedir un favor: Si son incapaces -o no quieren- legislar a favor de la España rural más desfavorecida, por lo menos no lo hagan en contra. Ya saben: virgencita, virgencita, que me quede como estoy.
Hace una semana, la Asociación Pozos de Caudé entregó a sus familias los restos de cinco hombres que fueron fusilados en Villastar en 1936 y que, como muchos otros, acabaron en una fosa común.
Solo tres días después de aquello, una senadora del PP por León protagonizó uno de los momentos más bochornosos de la actual legislatura -y eso que el listón está bastante alto- cuando reprochó al Gobierno haber incluido 15 millones de euros en los PGE “destinados a que ustedes desentierren unos huesos en lugar de mejorar a los jueces y fiscales". Así, como suena.
Paco Caretas y Chema Vistebien tenían el mejor trabajo del mundo. Eran los pinchandiscos del Canary, el mítico bar de La Zona de Teruel que regentaba Samuel.
Parapetados en su cabina con cristales, tenían el poder de hacernos escuchar la música que les apetecía en cada momento. Eso sí, a veces atendían peticiones: Ahora algo de Golpes Bajos; el involdable Dissidenten, de Fata Morgana; lo último de Danza Invisible, Smashing Pumpkins o los Jesus and Mary Chain, que por algo íbamos de modernos y llevábamos los pantalones remangados.
El jueves se montó lío en las redes sociales por el anuncio del cierre de la mítica librería Los Portadores de Sueños de Zaragoza, algo que ya vivimos en 2015 cuando echó la persiana la inolvidable Negra y Criminal de Barcelona.
Dicen los dueños, Eva Cosculluela y Félix González, que la vaca no da lo suficiente, que no se venden libros como antes y que tener tanto inmovilizado en las estanterías es una ruina caracolera.
Como era de esperar, hubo cientos de miles de comentarios sobre el drama que supone la clausura de un comercio que ha si...
Hace ya unos años vi en un cine de Barcelona una película llamada El gran silencio. 164 minutos de cinta, dirigida por Philip Gröning, donde se cuenta el día a día de los cartujos de la Grande Chartreuse, en Francia. No hay palabras. Solo el sonido dentro del monasterio.
Me fascinó que una película fuera capaz de atraparme a la butaca durante casi tres horas sin un solo diálogo. El sonido de la lluvia, de la nieve, de los cartujos cortando cebolla o el crujido de la madera de un reclinatorio cuando se arrodillaban para rezar.
Un conocido político turolense me ha colgado el teléfono después de llamarme de todo, menos bonito, por haber publicado una información.
Una señora octogenaria me ha mandado una carta, escrita de su puño y letra, dando las gracias a los que trabajamos en el periódico porque así está conectada con la realidad de Teruel.
Una madre indignada se ha presentado en mi despacho para echarme en cara que hayamos publicado las iniciales de su hijo, que fue detenido por conducir borracho como una cuba.
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Siento ser tan crudo y tan directo, pero si está usted leyendo esta columna en algún pueblo de Teruel, que sepa que es un ciudadano de segunda división. Por mucho que se empeñe, usted no vale lo mismo que el lector que está leyendo esta columna en la capital.
Me da igual que me diga que no se considera menos que nadie, que por vivir en un pueblo no se es inferior a los que viven en la ciudad. Ya puede justificarlo como usted quiera, pero la realidad es tozuda y le quitará la razón.
Que sí, que en los pueblos cada vez vive menos gente, que la despoblación es una lacra y que, a este paso, se van a cerrar porque nadie quiere vivir donde usted vive, pero que eso no significa que haya diferencias entre los unos y los otros.
Que todo eso me parece muy bien, muy loable, pero que por mucho que lo diga, que lo repita y que lo grite, pues que se lo va a llevar el viento.
Seguro que usted, lector del periódico en un pueblo de Teruel, se ilusiona cuando algún político dice eso de que la despoblación tiene que ser un problema de Estado y que ahora sí, ahora ha llegado el momento de actuar.
Pues no se crea todo lo que escucha, porque no es lo mismo predicar que dar trigo.
Lo de que usted es un ciudadano de segunda no lo digo yo, Dios me libre; lo ha dicho la empresa Correos, una empresa regulada por el Estado y que tiene la obligación de Servicio Postal Universal.
A pesar de sus obligaciones, el 31 de diciembre decidió, de manera unilateral, que llevar un periódico a un pueblo iba a ser un 30% más caro que llevarlo a una capital de provincia. Sí, un 30% más caro y sin dar más explicaciones que su cuenta de resultados, esa fechoría que se utiliza, a veces, desde lo público para justificar cualquier decisión.
Si algún político responsable -o compinche- de medidas discriminatorias como la que ha tomado Correos está leyendo está columna, le voy a pedir un favor: Si son incapaces -o no quieren- legislar a favor de la España rural más desfavorecida, por lo menos no lo hagan en contra. Ya saben: virgencita, virgencita, que me quede como estoy.
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Agotado
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