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La soledad La soledad

La soledad

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Javier Lizaga

Cuentan que uno se hace viejo cuando empieza a leer biografías. Si tienen que recurrir a ellas, les recomendaría la de Groucho Marx. Me gusta cuando cita a Shaw para evidenciar el problema del matrimonio: “Cuando dos personas están bajo la influencia de la más violenta, la más insana, la más ilusoria y la más fugaz de las pasiones, se les pide que juren que permanecerán continuamente en esa condición excitada, anormal y agotadora hasta que la muerte les separe”. Cita también a un amigo suyo que sostenía que, si durante su noviazgo hubiera existido la televisión y la comida en lata, no se hubiera casado jamás. Marx lo corrige y sostiene que el mejor banquete no vale nada si no se puede compartir.

Me sirve la reflexión para hablarles de una de las personas más interesantes que he conocido en lo que va de año. Ya siento defraudarles, pero no es ninguna ponente de la universidad, ni un prometedor empresario, ni siquiera Rajoy. Se trata de María Teresa, una de las monjas del convento de las Carmelitas de Teruel. Imagínense: levantarse a las 6 de la mañana para rezar, pasar el día en silencio, no salir de un convento y hablar con los extraños a través de una reja. Viven en medio de la ciudad y de espaldas a todo, ocho hermanas que se tienen las unas a las otras, éstas sí que para toda la vida. 

Una vez acostumbrado a enfocar más allá de la reja, en el locutorio, María Teresa se fue cargando uno a uno todos mis tópicos. Les llega todo. No porque vean la tele, que les quita rato de conversación. Sino porque la gente les visita y les cuenta cómo están. Y,  como les escuchan, me hizo una radiografía perfecta sobre lo jodida que está la situación, del empleo, por ejemplo. Pero lo que más me gustó fue una anécdota. Me contó cómo en su primer viaje en tren, tras años sin salir del convento, se quedó patidifusa cuando vio que la gente agachaba la cabeza y no hablaba con nadie, cuando ella lo que esperaba y recordaba era no parar de hablar con el vecino de asiento.  

Paradójico, nos dijimos, que la sociedad más conectada sea la más solitaria. Y yo me acordé del cuento de Eduardo Galeano en el que un hombre después de bajar del cielo cuenta que todos desde lo lejos somos fuegos. Unos pequeñitos y otros grandes. Fuegos bobos y locos que ni alumbran ni queman y otros que arden la vida con tantas ganas que encienden a los demás.