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Incuestionable

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Elena Gómez

De todos es conocida mi afición por el cine. Soy una devoradora de escenas, planos, diálogos y bandas sonoras. Atesoro en mi acervo personal unos cientos de películas, por lo que a veces me resulta difícil recordar todo lo experimentado delante de la pantalla. Sin embargo, a veces me vienen a la mente imágenes cinematográficas que creía olvidadas, llegan a mí como un flash para sacudirme la conciencia.

Durante esta semana he recordado en repetidas ocasiones la escena del film El Pianista del gran Roman Polanski,   que en su momento me dejó profundamente impactada. Se trata de aquella en la que unos nazis irrumpen en la casa de una familia y, al exigir un saludo marcial a todos sus miembros, uno de ellos no puede levantarse porque va en una silla de ruedas. Acto seguido, y sin pensarlo dos veces, los militares cogen al hombre con su silla y lo tiran por el balcón.

Hasta aquel momento me consideraba una persona informada sobre el holocausto nazi porque siempre me pareció un tema interesante. Pero nada -ni libros, ni documentales, ni películas- habían sido capaces de estremecerme como lo hizo aquella escena.

Hasta entonces no había sido verdaderamente consciente de la suerte que corrimos los colectivos desfavorecidos durante las dictaduras fascistas en la Europa de mitad del siglo XX. Para aquellos regímenes políticos, las personas con discapacidad éramos un simple estorbo, material inútil que había que eliminar de la sociedad.

Y tuve miedo por aquellos que lo sufrieron en sus propias carnes, pero también por la posibilidad de que el ser humano vuelva a caer en la misma piedra.

En días como hoy, en los que todo se cuestiona, creo indispensable dejar el debate a un lado para que, por una vez, no cometamos los mismos errores del pasado. La democracia y los derechos humanos no son un regalo, son un privilegio ganado con sangre y sufrimiento. Hagamos que sean sagrados para todos.