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Epifanía cultural

Contaba el escritor escocés Irvine Welsh en una entrevista con Jot Down que su gran momento de epifanía cultural en la adolescencia fue al ver a David Bowie cantar Starman en un programa de la BBC junto a Mick Ronson.

El mío fue al leer precisamente Las pesadillas del Marabú, uno de los libros de Welsh menos conocidos, una obra fagocitada por Trainspotting y el posterior éxito del peliculón de Danny Boyle y del resto de su enorme producción literaria.

Todos tenemos un momento de epifanía cultural en nuestra juventud (sí, ya sé que suena pretencioso) que nos marca para el resto de nuestras vidas y que nos empuja a ir por un camino o por otro.

Y es una epifanía elegida, que no impuesta, porque en estas cosas del arte (de la literatura, de la música, de la pintura o de la arquitectura) uno elige lo que le gusta y lo que no, sin imposiciones ni mandangas.

Y digo esto porque el 23 de abril, como todos los años, se reabrieron los viejos debates sobre lo que deben leer o dejar de leer nuestros jóvenes, porque sigue habiendo personas que intentan dirigir los gustos de los demás.

Eso siempre me ha parecido un error mayúsculo que tiene más contras que pros y en esto de la literatura se hace más palpable.

El elitismo cultural que algunos intentan imponer desde sus atalayas, creyéndose bendecidos por una altura intelectual superior al resto, me provoca risa. Hace años, lo reconozco,  me apabullaba y me hacía pensar que igual no estaba a la altura, pero eso ya pasó.

No hay más que leer a algunos críticos literarios en los suplementos culturales de los periódicos para entender su juego: cuanto menos entienda el lector, más listo, preparado e intelectualmente superior  parezco yo.

Conclusión: Digámosle a los chavales, a los que ahora se empiezan a interesar por lo libros, lo divertido y enriquecedor que es leer. Leer, así de simple. Que lean lo que quieran, porque una cosa llevará a la otra y algún día encontrarán su dichosa epifanía.