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Los burros también leen

Estrenar es emocionante, aunque también puede ser estresante. Me siento así con la nueva web de DIARIO DE TERUEL, emocionado y a la vez estresado. Los cambios cuestan, y más si se cruza de por medio la tecnología. Yo comencé en este oficio con 16 años escribiendo con máquina de escribir, igual que se hacía en el siglo XIX. La profesión llevaba más de un siglo empleando la misma herramienta sin prácticamente cambios, más allá de que en los años 80 del siglo XX penetraran como elefante en cacharrería las máquinas de escribir eléctricas, a pesar de que llevaban inventadas desde muchas décadas antes. Los periodistas nacían pegados a su Olivetti o a su Olympia, nombres míticos hoy desconocidos para las nuevas generaciones. Si te equivocabas, llenabas de tachones y correcciones a mano la página que entregabas con tu artículo, y si mandabas una crónica desde el extranjero, la única manera que tenías de hacerlo era dictándola por teléfono a cobro revertido, o mandándola por fax cuando se generalizaron estas máquinas. Los periodistas que me precedieron en el oficio solo conocieron la máquina de escribir, muchos ni siquiera el fax, aunque sí otros sistemas para enviar la información. No añoro la máquina de escribir ni el ruido que producían varias de ellas en la redacción aporreadas a la vez por los compañeros. Puede haber ruidos peores y más molestos que esos en una redacción. Aquello era como la banda sonora de fondo de Luna nueva, la película en blanco y negro sobre periodistas de Howard Hawds, cuando estos llevaban sombrero y el carné de prensa se lo colocaban en la cinta del mismo para exhibir su acreditación. En más de tres décadas de ejercicio profesional he conocido cambios tecnológicos de vértigo, y lo que me queda por ver, aunque soy consciente de que jamás podré ver, a mi pesar, rayos C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser, como contempló el replicante de Blade Runner. La gente de mi generación, cuando comenzamos, no podíamos imaginar que para enviar una crónica desde Centroamérica bastaría con llevar en el bolsillo un teléfono móvil de última generación, que la información llegaría desde allí prácticamente al instante a todo el mundo y sin tener que esperar a la edición escrita del periódico del día siguiente. Nadie puede imaginarse lo incómodo que era tener la información y carecer del medio tecnológico para enviarla con rapidez, por no hablar de las fotos. La tecnología ha sido pues un regalo para este oficio, pero también se está convirtiendo en su mayor enemigo, no tanto por el uso que le han dado los medios de comunicación, sino por el abuso de una sociedad que prima lo impulsivo y lo superficial frente a lo reflexivo y lo analítico. Los expertos aseguran con razón que nunca antes la sociedad moderna había estado tan desinformada como hoy a pesar del inmenso volumen de información que se mueve por el ciberespacio. Cuando tanto ruido hay no se escucha el mensaje, solo a los que vociferan, y no me refiero a Trump.   Comienzo esta nueva etapa ilusionado, aunque quienes me conocen saben que en los últimos tiempos no hago sino desilusionarme porque siento que casi todo se está convirtiendo en una mercadería barata, desde los tomates sin sabor que comemos hasta las conversaciones llenas de lugares comunes que mantenemos, por no hablar de las estupideces que circulan por las redes sociales. Estoy aquí y lo voy a estar con mi perro Buñuel como lo estuve antes en las columnas de la contraportada del periódico de papel adaptándome a las novedades, porque es mi profesión y todavía me la creo aunque a veces abomine de ella. ¡Qué sería del ejercicio profesional sin ser críticos! Pero también voy a pedir algo al lector, que se sosiegue, que no estamos todavía ante el fin del mundo, que deje de mover su dedo aceleradamente sobre la pantalla como si de un tic nervioso se tratara, que seguramente lo será, y que se tome la lectura con calma, con tranquilidad y reflexión. Solo así conseguirá disfrutar de las palabras, y con ellas de las ideas y reflexiones que cincelan, además de poder conocer así el mundo en que vivimos y no quedarse en lo superficial y en las apariencias. Pensemos que cualquier burro es capaz de aprender a leer, además de saber rebuznar y dar coces, pero solo las personas tenemos la capacidad de gozar, entender la lectura y comprender la sociedad en que vivimos. Eso sí, antes nos tendremos que meter el maldito dedito con el que sobamos desquiciados las pantallas, en un claro ejercicio de onanismo tecnológico, donde es fácil imaginar, y levantar la cabeza de vez en cuando para tomar contacto con el mundo real y no doblegarnos tanto.