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La alemana La alemana
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Juanjo Francisco

El traqueteo del tren es demoledor y aunque solo sean cincuenta kilómetros de distancia, se hacen muy largos e incómodos. En su Alemania natal todo era diferente y más avanzado que en esta España tan retrasada. Desde luego, en ferrocarriles les queda un mundo por hacer, piensa. No se puede viajar en esos bancos de madera, grasientos y llenos de roña, con mujeres que amamantan a sus hijos, soldados que fuman y gritan y ancianos desdentados que intentan masticar lo que sea que mastiquen aquí.
Ella proviene de una ciudad donde se degusta una mantequilla exquisita, hay valles inmensos rematados en picos montañosos que quitan el aliento y donde todo está limpio. No como aquí. Qué pena que tuviera que marcharse.
Nadie hubiera pensado hace tan solo nueve años que esa pasión imparable que caló en los corazones de sus compatriotas terminase de forma tan trágica: todos los grandes líderes muertos y otros fugados, tal vez al otro lado del mundo. Pero es comprensible porque nada hay peor que vivir bajo la égida bolchevique.
A ella, de todas las maneras no le ha ido mal gracias a la amistad fraguada tiempo atrás con ese diplomático español tan apuesto. Él la sacó de un país en ruinas y le salvó la vida. Pero, claro, una cosa es salvar el pellejo y otra distinta vivir confinada en esta tierra extraña, dura, fría, alejada de las grandes ciudades y repleta de campesinos famélicos. El anonimato puede ayudar a que los que la buscan acaben olvidándola, o todo lo contrario, porque su 1,80 de estatura y su melena rubia, aunque recogida, no son fáciles de disimular. Es un riesgo asumido y raro sería que en estos desiertos de Teruel alguien reparase en esa extraña que dos veces por semana visita la sede de la Comandancia para despachar con el coronel. Cree que nadie de su alrededor podrían ni siquiera sospechar la valiosa información que muchos días traslada a esas dependencias militares.
Vive en un pueblo, en mitad de la nada, pero sabe cómo recabar información sobre las idas y venidas de las partidas de guerrilleros gracias a los pastores, esos aliados discretos que tanto la admiran y a  los que tanto paga.