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Juanjo Francisco

La tarde del domingo le ofrece un último rato de evasión y olvido: Maciste en las minas del rey Salomón, que es para todos los públicos y dicen que entretenida, le proporcionará un par de horas de tranquilidad antes de que empiece a notar ese maldito nudo en el estómago que aprieta más conforme se van acercando las ocho de la tarde, momento en el que tiene que atravesar las puertas del colegio con el suficiente tiempo como para estar como un clavo a las puertas del comedor. Malditas las ganas que tiene de cenar pero no tiene opción, su presencia es obligada en la mesa de seis.
La sopa, bastante aguada, es un trámite antes del filete empanado y las galletas del postre. No tiene ganas de hablar a pesar de que la mesa es un auténtico gallinero: todo el mundo quiere contar lo bien que lo ha pasado durante el fin de semana. Puede que sea así pero, a esas horas y en ese comedor, todos están abocados a lo mismo: aseo y a dormir lo mejor posible, sin llantinas ni nostalgias. Él no tendrá ese problema, su escapada de cuatro horas gracias a sus tíos solo le han dado para un cine y una comida familiar que ni siquiera es eso, sus padres están lejos y no los suplen sus parientes.
El lunes viene cargadito de amenazas: Física y Química, Matemáticas y Lengua. Si no estás espabilao te juegas el próximo puente, que ese sí que es apetitoso: cuatro días para poder largarte de allí, a tu casa, con lo tuyos y sin sotanas al fondo de los pasillos. Cuánto se llegan a añorar los paisajes familiares en esos dormitorios tan grandes y con ventanas altas, que solo reflejan el azul del cielo cuando no hay niebla y silban con amenazas las noches de viento...
Nada de lo que le rodea se parece a lo que le dijeron en casa. Aquí nadie le habla de tú porque con diez años ya lo consideran un hombre, a pesar de que por las noches solo le apetece llorar. Y ojo le pillen porque el escarnio puede ser tremendo y los mayores se ceban con los más flojos. La vida, esa vida a los diez, es pura desdicha. ¿Cómo dejarla?, no se puede, es lo mejor para ti, le dice la mirada implorante de su padre, tan dolorido por la distancia como él, pero cargada con la firmeza de los adultos. Es hora de dormir y la cercanía del puente le ayuda.