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Javier Lizaga

Son sólo unos segundos. El coche en silencio, los letreros indican que faltan pocos kilómetros para llegar a casa. Los campos de cereal. Cada uno pensando en mil cosas. Y siempre, me recorre una misma sensación de pena y ternura. Así vuelvo siempre a Teruel. Con la pena por lo que podría ser y el cariño por lo que es. Como un sillón en la casa de dos jubilados.

En la época en que todos odian a los turistas, yo los pondría a dar conferencias. Les pasaría encuestas para llevarlas al pleno municipal y continuaría viaje con ellos. Me acuerdo siempre de Julio Camba quien convirtió en prosa, tan maravillosa y tan olvidada como la de Chaves Nogales, sus viajes por el extranjero. En El Mundo, El País o El Sol relataba cómo los alemanes deben su humor y su barriga a la cerveza. Este gallego que decía que no contaba su primer viaje, en la bodega de un barco hacia Buenos Aires, emigrante como muchos turolenses. Camba se plantó a los diez años ante sus padres, que querían enviarlo al seminario, para decirles que no podía ir allí porque no se lo permitían sus ideas.

En sus columnas se iba lejos para hablar realmente de su España, como cuando socarrón contaba que en Munich los guardias, no sólo no te pegaban, sino que te daban información. 

Sin sinergias ni tonterías, quienes nos visitan permiten por unos días comprobar cómo sería eso de ser más, de tener música en la calle y hasta terrazas llenas. Se sorprenden ante los mismos parques infantiles sin sombras, las aceras rotas o los aparcamientos en doble fila que nosotros ya nos hemos acostumbrado. 

Y también, por supuesto, nos instruyen como diría Camba en estupidez cuando se quejan de que no haya metro, discotecas o se ríen del Torico, cuyo tamaño es mucho mayor que su cerebro. 

Hay de todo, el turista montañero que pasea por la plaza del Torico recién venido del Everest, o el futuro turista de Salou, todavía con hijos en edad de Dinópolis, y que de momento se contenta con poner a mear a los infantes en medio del viaducto, pero también los hay educados, simpáticos, afables, tranquilos y sonrientes. A mí, en estos veranos en que no puedo viajar, me encanta verlos porque es como viajar en diferido.