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Elena Gómez

Tengo un respeto reverencial a la muerte. La pérdida de un ser querido es una de las peores experiencias por las que tenemos que pasar, y por desgracia ocurre unas cuantas veces a lo largo de nuestra existencia. Por eso el Día de Difuntos, para mí, es sumamente importante.

Me gusta esta fiesta porque tiene su origen en nuestros ancestros más remotos. Me molesta esa pelea continua entre los que quieren mantener una tradición cristiana y los que pretenden transformarla en un producto de consumo. La tradición pagana, esa que llevamos impresa en el subconsciente y en nuestra genética, es en mi opinión la más auténtica.

Es una celebración que nos recuerda que estamos aquí de paso, pero que es muy probable que haya algo más allá del umbral de la propia muerte. Este día es para volver a encontrarnos con aquellos que se han ido, para abrir ese portal que nos separa de ellos el resto del año. Y la forma que le demos a esa festividad es lo de menos. Tengo el mismo respeto por los que llevan flores a las tumbas de sus seres queridos, que por aquellos que deciden explorar lo desconocido y el más allá.

Me preocupa más, en relación a la muerte, el hecho de que no exista tanto respeto por los que no profesamos ninguna religión. Muchas veces pienso cómo será mi partida cuando llegue el momento. Me gustaría que se celebrara una pequeña fiesta, con música, anécdotas y recuerdos. Estoy convencida de que mi voluntad será cumplida, el problema es que no se me ocurre donde se podrá hacer.

En Teruel tenemos cuatro tanatorio privados y alguno más oficial. Y ninguno cuenta con una sala de responsos para personas que no desean ser despedidas con un rito religioso. Me parece fundamental que, el día que nos marchemos, nuestra gente pueda reunirse y hacer un pequeño homenaje. Un velatorio, a mi entender, no es suficiente.

Es por eso que, desde aquí, quiero pedir el mismo respeto en la vida y la muerte.