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Labriego dichoso Labriego dichoso

Labriego dichoso

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Francisco Herrero

Estoy harto de la idealización de la vida cotidiana en el mundo rural. A la mínima ocasión sale en conversación lo feliz y tranquilo que debo estar en el pueblo paseando entre campos de cereal y montañas, montando en el tractor y realizando tareas de labriego dichoso, disfrutando de la calma que proporcionan el gorjeo de los gorriones, el croar de las ranas en verano o el silencio sepulcral de las noches de invierno. No. Eso no es así. ¡Cuanto daño hizo Heidi en las mentes de muchas generaciones!

Es cierto que trabajar en la agricultura, al menos en amplias zonas de la provincia, proporciona mucho tiempo libre. Sin embargo, la faena está concentrada en periodos concretos en los que no hay un minuto de descanso. Luego, si tienes unas mínimas inquietudes, siempre hay alguna actividad asociativa interesante a la que acudir. Y para rematar el panorama, si haces del pluriempleo tu modo de vida siempre hay algún cliente que espera que le finalices ese encargo que llegó en periodo de asueto y que se prolonga hasta el momento más crítico de la labranza.

Escribo estas palabras casi en el último minuto antes de cerrar la edición del diario, en un rato no libre. El mejor ejemplo de lo que estoy escribiendo son los últimos siete días. Que si fiesta contra la despoblación, que si pleno del concejo abierto de Aguatón, que si asamblea de la UAGA, que si jornada de formación sobre turismo sostenible, que si te acuerdas de lo mío... Dios gracias, las lluvias no dejan sacar todavía la sembradora. Todo ello aderezando la recogida del azafrán y con algún cesto de rosa acumulado de forma permanente en casa. Al final todo sale adelante. O casi todo. Mis disculpas por adelantado a los damnificados.

Muchas veces he charlado con mis amigos de La Carretería de Camañas sobre el estrés de vivir en un pueblo. Coincidimos en que desde la ciudad nos consideran unos privilegiados, pero los urbanitas solo se quedan con la imagen superficial que ofrecemos. Al final, subsistimos como el resto de la humanidad contemporánea: agobiados y con la sensación permanente de falta de tiempo.