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El castillo medieval de Aliaga fue un bastión clave en la I Guerra Carlista El castillo medieval de Aliaga fue un bastión clave en la I Guerra Carlista
Vista aérea del Castillo desde el Noroeste (revista Verde Teruel)

El castillo medieval de Aliaga fue un bastión clave en la I Guerra Carlista

Por su situación y buena conservación tuvo un importante desarrollo en las operaciones militares de este conflicto
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Por Rubén Sáez, Javier Ibáñez y José Francisco Casabona
 

El imponente castillo de Aliaga fue la principal fortaleza de la Orden de San Juan en el Sur de Aragón. En el medievo, ya protagonizó algunos acontecimientos bélicos de importancia durante las guerras dinásticas del siglo XV. Durante la Primera Guerra Carlista, la fortaleza volvió a adquirir protagonismo. A su excelente ubicación, se le sumaba el aceptable estado de conservación de su sistema defensivo de origen medieval. Esto permitió a las tropas carlistas ponerlo rápidamente en estado de defensa.

A principios del año 1839, los mandos isabelinos mostraron su inquietud, a causa de los movimientos militares que estaban teniendo lugar en el Castillo de Aliaga y su entorno. La guarnición carlista estaba construyendo un camino carretero para facilitar la subida de las piezas de artillería desde el río hasta la fortaleza. Además, pensaban continuar esta infraestructura hasta Cobatillas, creando una vía de comunicación alternativa con Hinojosa de Jarque. En estas fechas ya se había construido la muralla aspillerada erigida en el sector de la puerta de acceso a la fortaleza, que era el punto más vulnerable de la fortificación. También se la había dotado de troneras para los cañones y se estaban construyendo distintos edificios intramuros.

La guarnición desplegada por Cabrera a principios de 1839 consistía en 50 soldados del 4º Batallón, apoyados por entre 300 y 400 quintos desarmados, más otros 200 acantonados en los pueblos inmediatos. El contingente estaba al mando de Vicente Herrero (“el Organista de Teruel”), aunque a principios de noviembre había sido relevado.

Aunque el 31 de agosto de 1839 se firmó el Tratado de Vergara, éste sólo afectó al frente norte del País Vasco y Navarra. En el segundo gran frente, que aglutinaba las tierras de Aragón, Cataluña y Valencia, el general Cabrera se negó a poner fin a las hostilidades. Desde 1836, Cabrera había creado algo parecido a un estado en el Bajo Aragón-Maestrazgo. Con miles de hombres a sus órdenes, disponía de las infraestructuras necesarias para poder operar de forma independiente (fundición de cañones, fábricas de armas, imprenta…). Sus principales plazas eran Cantavieja y Morella, ambas rodeadas por un conjunto de posiciones fuertes que les proporcionaban cobertura exterior, destacando Segura de los Baños, Castellote, Aliaga y Alcalá de la Selva.

Tras la desaparición del frente Norte, los mandos isabelinos concentraron todos sus medios materiales y humanos en el frente de Aragón. El general Espartero, con 50.000 efectivos, estableció su cuartel general, desplegando sus fuerzas en una línea de frente que iba desde Montalbán hasta Alcañiz. Leopoldo O’Donnell, capitán general de Aragón, Valencia y Murcia, tomó posiciones en la línea Camarillas-Teruel-Castellón, con 10.000 hombres, terminando de embolsar a los carlistas. Además, las fuerzas isabelinas se incrementaron hasta cerca de los 100.000 hombres a principios del año 1840.

En el otro bando, Cabrera disponía de 19.300 soldados, 6 piezas de artillería ligera y 71 de sitio, según Wilhem Von Rahden, o de 20.584 infantes, 2.115 caballos y 180 piezas de artillería, según Pirala. En todo caso, sus fuerzas suponían sólo una quinta parte de las que disponían los liberales. Cabrera confiaba en que su línea fortificada exterior (castillos de Segura de los Baños, Castellote, Aliaga y Alcalá de la Selva), contuviera el avance enemigo, provocándole un severo desgaste.

Pero la aparente consistencia de las líneas carlistas no tardó en desmoronarse. El 27 de febrero Espartero lograba apoderarse del Castillo de Segura, avanzando después sobre Castellote, que capituló a finales de marzo. Dentro de esta maniobra ofensiva combinada, el general O’Donnell debía encargarse de los castillos de Aliaga y Alcalá de la Selva.

Hasta finales de marzo de 1840, el ejército isabelino no estuvo en condiciones de poder ponerse en marcha sobre Aliaga, pero las nieves y las lluvias retrasaron su salida de Teruel hasta el 2 de abril. Mientras tanto, la guarnición carlista de Aliaga llevó a cabo una táctica de tierra quemada sobre el territorio próximo a la fortaleza, para privar a los sitiadores de recursos, quemando el propio pueblo, además de 12 masías y las localidades de Cobatillas y Campos.

Vista desde el Noreste, donde predominan los componentes geológicos
Castillo de Aliaga, vista desde el Sureste realizada por Manfredo Fanti (Aliaga, 16-4-1840, CCE): “torres antiguas (7); cuarteles (8); cuerpos de guardia (9); comunes (10); Casa del Gobernador (11); fosos (13); cuadra (14); puentes levadizos (16); el San Juan (17)”. Otros elementos: recinto exterior, carlista (A); recinto sanjuanista (B); peñas (C); villa de Aliaga (D).
Una de las torres del flanco meridional
Grabado del Castillo, un tanto idealizado (A. Ronchi, editor, 1874)


El 4 de abril, O’Donnell llevó a cabo un reconocimiento sobre el terreno que rodeaba el Castillo, acompañado por tres compañías de cazadores y su escolta personal. Apercibidos los defensores de la fortaleza, izaron la bandera negra, que significaba “lucha sin tregua”. Y con sus piezas de artillería, dispararon algunas granadas y balas rasas sobre el destacamento de reconocimiento. También llevaron a cabo una salida contra las fuerzas desplegadas en vanguardia, que se saldó por parte isabelina con un muerto y seis heridos. Tras esta exploración inicial, O’Donnell regresó a su cuartel de retaguardia.

Nuevamente, las adversas condiciones meteorológicas impidieron el avance del ejército isabelino hacia Aliaga hasta el día 11. A su llegada, la 1ª Brigada de la 2ª División del Ejército del Centro tomó posiciones en la loma de Balios, en cuyo límite debían desplegarse las baterías. La 2ª Brigada, dejó un batallón para proteger los parques y tomó posesión del pueblo de Aliaga. La 4ª División del ejército del Norte ocupó la margen derecha del río de la Val, y se dedicó a proteger los trabajos y la batería destinada a abrir brecha en las defensas. Una brigada de la 3ª División del Centro se situó en las alturas que se alzaban frente de Aliaga. Y la caballería tomó posiciones en los lugares donde podría prestar cobertura a la infantería.

Dado el mal estado de los caminos y lo accidentado del terreno, las piezas de mayor calibre tuvieron que ser arrastradas por los soldados. Los defensores trataron de contrarrestar este avance mediante fuego de contrabatería, con nulo acierto debido a sus escasos medios artilleros (2 cañones de hierro de a 8, un mortero de a 7 y un obús de bronce de a 12). El día 13 las baterías de sitio estaban listas para entrar en acción. Se estableció una primera compuesta por 4 piezas de a 24 y otra por 4 de a 16, ambas a 600 varas de las defensas exteriores de la fortaleza. A su derecha quedó instalada otra con 2 morteros de a 10 y a la izquierda una con obús de a 7. Media batería de montaña se ubicó en las peñas de la Umbría, y otra en las márgenes del río de la Val. Este despliegue permitía un fuego cruzado, de forma que los soldados de la guarnición estaban sometidos a una lluvia de fuego, tanto por su frente como por los flancos.

A las 6 de la madrugada, y tras entonar los soldados isabelinos el ¡Viva la Reina!, todas las piezas abrieron fuego de forma simultánea. El intenso bombardeo inutilizó las 4 piezas de los defensores, que quedaron sin soporte artillero; también provocó la destrucción de la mayor parte de las defensas del primer recinto, así como la de las comunicaciones de éste con el segundo y el tercero. A partir de ese momento, cualquier desplazamiento de tropas dentro de la fortaleza tendría que hacerse bajo el fuego de sitio. El fuego isabelino también se concentró sobre las tres torres erigidas en ese frente y provocó el incendio de uno de los cuarteles intramuros.

La tarde del día 14, O’Donnell ordenó establecer una nueva batería para batir el otro frente del castillo. Situada a tan sólo 100 varas de distancia de los muros de la fortaleza, quedaba dentro del radio de acción del fuego de fusilería de los defensores. También del del obús de a 12, que había sido reparado.

Estrategia de minado

El día 15, los mandos isabelinos decidieran recurrir a la estrategia de minado para la apertura de una brecha practicable en las defensas. Esta arriesgada misión le fue encomendada a la compañía del capitán Tomás Clavijo. Una sección de esta unidad se arrojó al foso y colocó algunos tablones para empezar a trabajar a su resguardo. Los defensores les dispararon, arrojando docenas de granadas y piedras de grandes dimensiones, lo que acabó con la vida del capitán Clavijo, resultando heridos la mayor parte de sus hombres.

Para prestar fuego de cobertura a las obras de minado, los isabelinos desplegaron a diferentes compañías de infantería y de cazadores a una distancia de menos de un tiro de fusil de las defensas. Gracias a este apoyo, los minadores pudieron asentarse en el foso y en la contraescarpa. Pero, era tal la exposición a que se encontraban sometidos, que finalmente se ordenó su repliegue.

Seleccionado un segundo punto menos expuesto para esta operación, las baterías concentraron su fuego sobre él para neutralizar su defensa. Tras conseguirlo, los muros del castillo quedaron reducidos a escombros. Y la guarnición quedó muy diezmada, falleciendo entre otros, Campomanes, segundo gobernador. Finalmente, sin posibilidad de prolongar la resistencia por más tiempo, esa misma jornada los carlistas aceptaron capitular. A las 16 horas el pendón del Regimiento Inmemorial del Rey ondeaba sobre los escombros. O’Donnell les perdonó la vida a los soldados carlistas. Cuando los mandos isabelinos visitaron el castillo se toparon con un espectáculo dantesco. En el hospital, que carecía de facultativo y estaba situado en un lóbrego y húmedo subterráneo, se encontraban hacinados los heridos junto a los cadáveres de los muertos. Únicamente estaban cubiertos con pieles de los animales que habían matado para alimentarse durante los últimos días y que olían a fétido.

En la conquista de la fortaleza, O’Donnell incautó abundante material y tuvo un limitado número de bajas (16 muertos, 68 heridos y 32 contusos). Por el contrario, Cabrera perdió una de las principales plazas fuertes con que contaba. Y el Castillo de Aliaga, inició su proceso de ruina.