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La memoria de Monteagudo recupera la dalla, el vencejo y las albardas La memoria de Monteagudo recupera la dalla, el vencejo y las albardas
Cinas de paja en una era en Monteagudo del Castillo

La memoria de Monteagudo recupera la dalla, el vencejo y las albardas

Eliseo Guillén recuerda en un artículo el momento de la siega hace 60 años
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José Luis Rubio

Eliseo Guillén, vecino de Monteagudo del Castillo, recuerda cada detalle de la siega en los años 60 del siglo pasado. Recuerda el sonido de los martillos mientras se afilaba la dalla, recuerda cómo el sol hacía estragos en la epidermis de los segadores y recuerda cada uno de los objetos con los que se pertrechaba su padre cuando salía, bien entrado el verano, antes con la primera luz del día camino del bancal. Ese crisol de memoria se ha recogido en un nuevo artículo publicado en el blog del Parque Cultural del Copo Cabecero.

Guillén recuerda cómo cada mañana se salía de casa con el objetivo de “hacer un buen trozo antes de que llegara el almuerzo”. No por gula, sino por evitar trabajar en las horas centrales del día bajo el castigo del sol más severo.

No es la primera vez que el autor reúne juntos datos antropológicos y sus recuerdos en un mismo texto. En esta ocasión, Guillén se ha centrado en la herramienta, la dalla, de la que describe con precisión el proceso de afilado y sus cuidados. También se ha fijado en cómo transcurría una jornada de siega, tanto para el propio segador como para su círculo familiar en el que cada uno tenía una función. Nadie estaba de brazos cruzados y todos aportaban. Eliseo Guillén recordaba ayer, emocionado, cómo desde los 4 acompañó a su padre al tajo. Al principio para que no diera en casa, y después, poco a poco, fue asumiendo tareas. “Durante todos los años de mi niñez, en los dos meses de verano, jamás conocí día de fiesta”, recuerda el autor del reportaje en el cierre de su texto.

Tras la siega, el trigo se organizaba en fajos

Como en el mercado de divisas, la siega se regía por unas magnitudes desconocidas hoy en el mundo urbano y casi olvidadas en el entorno rural.

Así, después de cortar con la dalla el cereal, este se amontaba con un rastro gavillero. El gavillero es una herramienta de madera con un mango largo y cuatro largos dientes en un extremo con la que se hacían las gavillas, que se ataban después con el trigo más largo o con centeno, por este de tallo más largo. La atadura de cuatro gavillas se llamaba vencejo y con él se formaba un fajo o haz. Cada fajo estaba compuesto por cuatro gavillas, y cada diez fajos contaban un caballón. Esta unidad equivalía a la carga de un macho. La caballería cargaba los caballones desde el bancal a las eras mediante unas monturas especiales destinadas al transporte y samugas con dos perchas a cada lado capaces de transportar los diez fajos del caballón.

Guillén recuerda en su artículo que existía un tipo especial del albarda conocida como baste que gracias a su tamaño y su almohada provocaba menos sufrimiento a la caballería, aunque por su peso y su tamaño solo resultaba apropiada en animales de grandes dimensiones.

Al llegar a la era se amontonaban los fajos en cinas. Si bien esta última unidad no tenía una equivalencia concreta y dependía de las dimensiones del espacio de que se disponía, una cina solía amontonar entre 50 y 80 caballones. Unos 800 fajos, al cambio.

Una jornada de siega no es solo soltar golpes de dalla con el hombro, sino que requiere de preparación y cierta intendencia, y así lo relata Guillén en su artículo. El vecino de Monteagudo del castillo detalla cómo, antes del alba, su padre daba de comer a la yegua, al macho y a la burra y cómo los pertrechaba con las herramientas. A la dalla, la cubeta con piedra de afilar, los garrotes de atar, el rastro gavillero y el rastro grande (el llamado diablo) se sumaban otros enseres como una manta, un cántaro con agua, un botijo o la bota de vino.

Un hombre pasa el trillo con dos machos

“La misión inicial era cortar el trigo, segar con la dalla. Hacer un buen trozo antes de que llegara el almuerzo”, recuerda Guillén, que explica que su padre debía recorrer una hora de camino hasta llegar a su destino. Y cuando llegaba allí, “ya estaba hambriento”.

“El tipo de almuerzo, creo que era común en todas las familias. El nuestro era: en un perol de esos que caben al menos tres litros de agua, mi madre había hecho unas sopas de huevo cocidas a fuego lento. El perol, al ser de barro, conservaba el calor a pesar de la hora de camino. Las sopas habían reposado. Todos comiendo a rancho del perol. De segundo, se comía una tajada del espaldar (paletilla de cerdo). La corteza bien crujiente, el tocino y la magra simplemente con un plis-plas en la sartén, ¡que tajadas más buenas!, unos tragos de vino y a trabajar”, relata Guillén.

Estas experiencias completan la ampliación que ha publicado recientemente de su libro Relatos y Retratos. Es una extensión de 60 páginas en las que reúne su memoria de la feria, de fechas como San Antonio o el 2 de mayo, y un nuevo capítulo sobre la siega.. Tengo 56 años y  soy aficionado a la fotografía desde joven, la afición me viene de mi padre. Fue mi maestro y el que me metió el gusanillo de la fotografía.  Estos últimos años  estoy en  la Sociedad Fotográfica Turolense, entre varios compañeros/as damos cursillos, enseñamos todo lo que sabemos, todo lo que hemos aprendido a lo largo de los años,  para intentar que la fotografía llegue a más gente y que pueda llegar a ser algo bonito en nuestras vidas.