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Los cinco de Moscardón: manual para revivir  un pequeño pueblo con ideas, trabajo y ganas Los cinco de Moscardón: manual para revivir  un pequeño pueblo con ideas, trabajo y ganas
Los cinco de Moscardón. Bykofoto / Antonio García

Los cinco de Moscardón: manual para revivir un pequeño pueblo con ideas, trabajo y ganas

Los jóvenes decidieron a finales del pasado siglo abrir las puertas de la Sierra de Albarracín y hoy siguen allí
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Cruz Aguilar

Cinco veinteañeros con muchas ganas de comerse el mundo y poner en marcha proyectos en la Sierra de Albarracín. Esos eran Andrés Pérez, Javier Sánchez, José Vicente Castelló, Begoña Sierra y José Beneito, que encarnaban el papel de lo que, algunos años después de su llegada a Moscardón, se bautizó como nuevos pobladores. En su caso, no cumplían los cánones que luego pusieron de moda los alcaldes en sus búsquedas de vecinos para salvar el pueblo. Ni tenían hijos que escolarizan ni pidieron nada a cambio de instalarse en un pueblo que, en los últimos años del siglo pasado, apenas tenía una veintena de personas viviendo todo el año –censados medio centenar– y que ahora cuenta con 58 ­–en invierno, 50– y  doce menores entre ellos.

Le dieron la vuelta a la tortilla gracias a la apuesta de Manuel Murciano, el alcalde de entonces y que a día de hoy sigue llevando el bastón de mando. El regidor tuvo que luchar contra viento y marea para que “los cinco hippies de pelos largos”, como les llamaban los del pueblo, se establecieran en un municipio donde ni los concejales ni el resto de habitantes daban un duro por ellos. “Era gente mayor y se preguntaban qué iba a hacer un grupo de veinteañeros en este pueblo, donde no había nada”, recuerda el regidor. Reconoce que confió en ellos porque va con su carácter, no porque tuviera referencias de los chavales ni el apoyo de la gente.

Los cinco querían poner en marcha una especie de granja escuela siguiendo el modelo de Sargantana, que desde Canfranc gestiona actividades en la naturaleza en el Pirineo. “Andrés pretendía trasladar a la Sierra una idea que funcionaba en Huesca y que conocía muy bien como trabajador”, relata José Vicente Castelló, quien añade que, finalmente, lo logró “después de 25 años”, y ahora está al frente de la empresa Caballos Albarracín, que ofrece experiencias envolventes con la serranía como telón de fondo.

Es el único que ha logrado cumplir ese objetivo inicial, aunque todos, salvo Javier Sánchez, que regresó a su pueblo, Cella, se han establecido en la Sierra de Albarracín. Andrés, Jose y Begoña continúan en Moscardón, mientras José Vicente se bajó a Saldón porque trabaja en Teruel y “es el primer pueblo ya de Sierra, pero el más cercano a la capital”, precisa

Sus ideas y sueños se gestaron en la Fonda del Tozal, en Teruel. Los regaron con pacharán y abonaron con ese espíritu inquieto que se tiene a los 20 años. Andrés, José Vicente y Jose estudiaban  Magisterio y Javier era amigo de la infancia de Andrés. Al equipo se sumó Begoña, alumna en las clases de gimnasia de Andrés y que quería probar la vida en un medio rural que, en ese momento, sólo conocía de veraneo.

Su primer destino fue Frías de Albarracín, donde se iba a poner en marcha un hostal municipal y se ofrecieron a llevarlo, pero al equipo de gobierno de entonces no le convenció el grupo y hubo que buscar un plan b. Fue casual que recalaran en Moscardón, donde Andrés se perdió una tarde caminando y conoció los planes que tenía el alcalde y en los que el grupo encajaba al milímetro. Era el año 1996 y todavía faltaban dos años para que la hospedería y el restaurante municipal abrieran sus puertas, pero el quinteto y el veterano alcalde se retroalimentaron de ilusión y sueños y fraguaron un futuro con Moscardón como escenario. Ese tiempo hasta la apertura de los negocios lo invirtieron en reconvertir las antiguas escuelas en una vivienda que pudiera alojarlos. Mientras, iban cogiendo diferentes trabajos para mantenerse. Vivían a modo de comuna y Andrés Pérez aún guarda las libretas donde apuntaban ingresos y gastos, entre los que figuran algunos tan necesarios como unas zapatillas para uno de los socios o los materiales invertidos en el arreglo de la vivienda.  “Financiábamos nuestras vidas con balones y colchonetas”, explica Andrés, para añadir que recorrían toda la sierra y buena parte de la mancomunidad del Altiplano como monitores deportivos dando clases de aeróbic, baile, gimnasia de mantenimiento o fútbol sala.

Los trabajos de albañilería los hacían ellos mismos, con Javier de maestro de obra y el resto aportando su granito de arena como peones. “Yo llevaba la voz cantante, pero tampoco era albañil”, aclara Javier Sánchez. “Cuando llegamos aquí nadie nos dio vivienda gratis como luego se ofrecía en muchos pueblos a los que llegaban de fuera a repoblar. Tampoco vinimos esperando que nos la dieran”, argumenta Begoña. Los cinco reconocen que Manuel Murciano siempre estuvo apoyándoles y respaldándoles en todo lo que estaba en su mano. Era una apuesta arriesgada y, al final, le salió bien al alcalde, que recuerda que él también se fue a vivir a Moscardón en los años 70, cuando todos huían de los pueblos, en busca de un cambio de vida.

La planta superior de las antiguas escuelas, cerradas hacía años por falta de niños, se transformó en un piso de tres habitaciones, comedor y cocina, mientras que abajo montaron un punto de información y turismo, que gestionaban ellos, y sus propias oficinas. Ellos cinco eran el núcleo duro de La Aldaba, que es como llamaron a la empresa, pero cuando comenzaron a gestionar los establecimientos de restauración se sumaron muchas más manos para ayudar y algunas se quedaron definitivamente, como Asun Castelló, hermana de José Vicente y, desde entonces, pareja de Jose.

“Nos hicimos hosteleros sin saber de hostelería y necesitábamos gente para todo, teníamos muchos más empleados de los que realmente hacían falta porque ninguno éramos profesionales”, comenta Jose Beneito.

Se pusieron al frente de un hostal con 22 plazas, un restaurante, una empresa de turismo activo y el bar del pueblo. Todo un imperio hostelero en una población que no está camino a ninguna parte y donde los turistas, en esas fechas, eran una rara avis. Era la época en la que el turismo rural aún no estaba de moda e internet iba en pañales. Pusieron en marcha una web desde el primer momento, fueron casi pioneros en la provincia en ello, pero eran pocos los internautas que navegaban en busca de destinos turísticos.

“En Madrid había, en esos años, 718 agencias turísticas. Lo sé porque las busqué todas para llevarles folletos y darnos a conocer”, recuerda ahora Andrés Pérez. Se presentó en varias decenas de ellas a contarles su proyecto y, aunque reconoce que no sabe si su visita tuvo o no efecto, la realidad es que en poco tiempo La Aldaba logró hacerse un nombre y los establecimientos que gestionaban tenían una ocupación media  del 60%. Begoña asegura que apostaron muy fuerte por la publicidad e incluso mandaban cartas para captar clientela. Desde luego, todo ese trabajo promocional dio sus frutos y todavía hay tres colegios turolenses que siguen acudiendo, desde entonces, cada año a Moscardón a disfrutar del monte en estado puro. “Hay maestras que empezaron a venir con 12 años, cuando eran alumnas, y ahora traen a sus chicos”, relata con orgullo Andrés.

Los cinco de Moscardón recalaron en la Sierra con muchas ganas de trabajar, el ingrediente que todos coinciden en señalar que es clave para abrirse camino en el rural y en cualquier otro medio, y le dieron la vuelta al pueblo. El nombre de la empresa, La Aldaba, tenía una gran carga de simbolismo, puesto que precisamente abrir las puertas de la sierra para darla a conocer fuera es lo que ellos pretendían.

Cuando llegaron, la mayor parte de las viviendas estaban que se caían, según relatan ellos mismos. Ahora prácticamente todos los inmuebles se encuentran en buen estado, aunque muchos sólo se abren en verano. José Vicente recuerda que cuando ellos llegaron “estaba en el pueblo la gente de toda la vida, los que apenas habían salido”, pero añade que a partir de 2000 hubo un “boom por arreglar las casas”, algo que también se produjo en otros municipios turolenses pero que, piensan, en Moscardón, tuvo mucho que ver con el dinamismo que ellos inyectaron. Begoña concreta que hubo varias parejas que se trasladaron a vivir atraídas por esa efervescencia y algunos incluso llegaron a trabajar en La Aldaba, que era “la principal generadora de empleo” en la localidad.

No sólo arreglaron sus casas y gestionaron el hostal, el bar y el restaurante, sino que se ocuparon de restaurar diversos rincones, como el patio de las escuelas, que convirtieron en un parque infantil presidido por el gran olmo seco que trasladaron desde la plaza de la Iglesia. Allí colocaron otro árbol, que han visto crecer, y acondicionaron la plazuela y el cercano mirador del Barranco del Castellar, hoy uno de los espacios emblemáticos de la localidad. Prácticamente todo lo que se hacía en el pueblo lleva su firma, algunas cosas porque las hicieron con sus propias manos y otras porque la idea se forjó en La Aldaba.

Combinaron servir ternasco de Aragón con hacer camas y ofrecer rutas senderistas o actividades de escalada, pero la sociedad acabó rompiéndose algunos años después de su creación porque ni la hostelería cumplía sus espectativas laborales ni el negocio daba para cinco familias. Se separaron sin malos rollos y prueba de ello es que todos siguen siendo amigos. “Vinimos sin un duro, no sabíamos de hostelería y nos hicimos hosteleros, pero nos dimos cuenta de que no era lo nuestro, ninguno continuamos ese camino”, dice José Vicente. Este reportaje fue la excusa para juntarse de nuevo los cinco en Moscardón, recordar viejos tiempos y acomodarse en una conversación, en torno al hogar de leña que calienta el taller de Andrés, que ninguno tenía prisa por terminar.

Tras la separación, tanto Andrés como Jose compraron viejas casas para darles una nueva oportunidad y moldearlas a su gusto. Begoña se quedó con la antigua tienda del pueblo, un edificio que adquirió La Aldaba medio en ruinas y que, al disolver la empresa, le tocó por sorteo y reformó junto a su pareja. Los precios que pagaron eran modestos, pero recalcan que no es que entonces no hubiera problemas de vivienda, sino que la gente ahora demanda otro tipo de edificios: “En todas las casas que compramos se veía el cielo”, dice Andrés en una descripción muy gráfica del estado de su inversión inmobiliaria.

A la pregunta de si han encontrado lo que buscaban cuando se mudaron al corazón de la Sierra de Albarracín, Jose tiene claro que sí, porque se crió en el monte y es en ese entorno donde tiene su equilibrio. Begoña asegura que no fue con ninguna idea preconcebida ni en busca de nada: “Vine a probar”, comenta. De eso han pasado 25 años y los que le quedan porque, como añade José Vicente, que sigue en Saldón, “uno es libre de elegir el sitio donde vivir”. Y ellos tomaron la decisión ya en el siglo pasado.