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Albarracín se convierte en un laboratorio de experimentación sobre el color Albarracín se convierte en un laboratorio de experimentación sobre el color
Uno de los pintores que han participado en el Curso Superior de Pintura de Albarracín. FSMA

Albarracín se convierte en un laboratorio de experimentación sobre el color

Casi 80 alumnos de todo el mundo han participado en el Curso Superior de Pintura de Paisaje
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Uno va a un curso de pintura –o de cualquier otra cosa– a adquirir una serie de competencias o mejorar las que ya se tienen tomando como modelo la experiencia de un profesor, que trata de aprehenderse en la medida de lo posible. Esto no ocurre en Albarracín. Por su naturaleza y peculiaridades, el Curso Superior de Pintura de Paisaje se parece más a un laboratorio de experimentación que a otra cosa. Los alumnos no buscan hacerse con un catálogo de soluciones para aplicar a los problemas que tendrán en el futuro, sino que se exponen a una serie de problemas a los que tendrán que ir dando solución a lo largo del tiempo. Viajar a Albarracín –los 76 alumnos proceden de toda España, de Francia o de Australia– supone salirse del círculo de confort conceptual y físico que cada cual, ya sea autodidacta, aficionado o profesional, tiene en su estudio. Supone una experiencia de la que nadie vuelve igual, porque supone un antes y un después. 

La Fundación Santa María de Albarracín organiza el Curso Superior de Pintura de Paisaje como tal desde hace 24 años, y antes de eso ya se celebraron siete ediciones de su precedente, los Encuentros de Pintura de Albarracín. En ese tiempo se ha convertido en una de las grandes referencias pedagógicas españolas. Ha sido dirigido por los catedráticos José Sánchez Carralero primero y José María Rueda después, y desde hace tres años les ha tomado el relevo la pintora y profesora de Bellas Artes de la Complutense de Madrid Paloma Peláez Bravo, que dirige el equipo docente, formado además por Lourdes Castro, Dora Piñón e Isidoro Moreno. 

Se da la circunstancia de que Paloma Peláez forma parte del equipo de profesores desde la primera edición, “e incluso Isidoro (Moreno) y Dora (Piñón) echaron aquí sus raíces”, explica Antonio Jiménez, gerente de la Fundación Santa María, “porque vinieron a varias ediciones del curso como alumnos, Dora incluso antes de ser licenciada en Bellas Artes”. 

Ese profesorado es una de las claves del curso, que reúne 80 personas todos los años en Albarracín, “y cuya implicación nunca les llegaremos a agradecer lo suficiente”, asegura Jiménez.

Desde el pasado lunes hasta el viernes los alumnos han participado en sesiones de pintura al natural (de casi doce horas algunos días) y varias ponencias y lecciones magistrales por parte del profesorado. Durante el fin de semana presentarán su obra en una exposición que se instalará en la Torre Blanca y de entre esas pinturas se anunciarán las dos que optan a la Beca Albarracín 2019, en virtud de la cual los artistas afortunados disfrutarán de una estancia artística en la localidad de diez días durante el próximo curso que concluirá con una exposición monográfica. 

La temática en torno la cual ha girado este año el curso son las isovalencias cromáticas. Ese término hace referencia a la clasificación de los colores en función de su luminosidad, tomando como referencia una escala basada en los diferentes valores de un degradado que va del negro puro al blanco puro. Paloma Peláez lo explica con una comparación que resulta muy gráfica: “Los pintores trabajamos con 6 claves tonales –que tienen que ver con el tono, la luminosidad de los colores– que son como las escalas musicales que podemos encontrar en un piano”, explica. Como si se tratara de un músico que prefiere llevar una misma melodía a la zona más aguda o a la más grave del teclado, la pintora madrileña explica que “cada artista percibe las cosas y las representa en alguna de esas claves, y en ocasiones está tan interiorizado ese código que no saben salirse de él. Sin embargo hay que entender que eso se puede cambiar, que podemos movernos de una clave tonal a otra en función de la hora del día, la luz natural que haya o cualquier otro aspecto”. 

Y el uso del color no es baladí, pues no se trata de una elección meramente estética, sino que tiene trascendencia clave en “la forma, los planos dominantes, los subordinados o la propia composición”, según Peláez. 

El hecho de que el nivel de los alumnos sea completamente heterodoxo y la propia naturaleza del curso “complica muchísimo nuestra labor”, ríe Paloma Peláez, “pero también la enriquece”. La profesora explica que lo fácil sería “enseñar a que los pintores hagan lo que hacemos nosotros, o enseñarles a que hagan mejor lo que ya saben hacer, pero no se trata de eso”. En ese sentido los que se inscriben al curso “son unos valientes porque se dejan en su casa lo que saben hacer y vienen aquí a aprender cosas que no conocen”, asegura Peláez. No solo viven una profunda inmersión en la pintura, como recuerda Antonio Jiménez, sino que, “aunque está mal que yo lo diga, cada pintor que pasa por aquí vive un antes y un después”, dice la directora del curso. “No viene a recibir una lección de una semana, sino que se lleva cosas en las que pensar y que poner en práctica durante todo el año”.

Abstracción en la raíz

Aunque pueda parecer que un curso de pintura de paisaje es eminentemente figurativo, no lo es tanto porque ni la formación de los profesores lo es ni se hace especial hincapié en ese termino frente al de abstracción. “Pintar de la naturaleza no es sino abstraer. Es lo primero que tienes que hacer, al margen de cómo lo vayas a representar al final”, explica Peláez. Según la artista el principio básico es percibir el paisaje a través de su estructua interna e ir de lo general a lo particular, de lo amplio al detalle. “De si eres abstracto o figurativo dependerá hasta donde llegues en ese proceso. Si eres abstracto obviarás muchos detalles, si eres realista lo meterás todo, hasta un pequeño detalle de ese árbol... Pero el principal proceso, el anterior, lo has hecho igual seas lo que seas”. 

Todo eso se puede instruir aunque saltándose algunas de las barreras habituales en la pedagogía convencional. “Aquí no se trata de explicar sino de experimentar. Tenemos como hipótesis de estudio la naturaleza y unos conceptos pictóricos universales para todos. A partir de ahí cada cual debe averiguar cuál es su forma de adaptarlos a su percepción personal de la naturaleza”. 

Para Paloma Peláez, Albarracín es el lugar perfecto y casi único para albergar un curso de estas características. “La Fundación Santa María organiza y gestiona el curso de forma exquisita, de manera que solo tenemos que preocuparnos por la pintura, lo que es espléndido”. Y no es poco, porque acuden personas de Barcelona, Gijón, Cádiz, Córdoba y otros lugares de España, “cada uno con una sensibilidad a la luz y una historia personal diferente”. 

Peláez asume que la orografía dura de Albarracín también representa un reto, “porque aquí cuando no se está subiendo se está bajando, y hay días que pintamos de 9 a 21 horas con moscas, tormentas de tener que salir corriendo o calor de asfixiarte”. Y un un lugar que condiciona: “Este paisaje es especial y maravilloso, así que no es de extrañar que tengamos una fatiga visual tremenda. Incluso los profesores acabamos con las retinas agotadas”. “En esas condiciones”, bromea Paloma Peláez, “no es de extrañar que el síndrome de Stendhal llegue como muy tarde el miércoles”.