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El malestar también se habla El malestar también se habla
Retrato lingüístico de una joven turolense. Es decir, representación visual de las formas de habla y de los recursos de comunicación propios. Ignacio Andrés

El malestar también se habla

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Por Ignacio Andrés Soria

“La cultura -decía Freud- se encuentra en un estado de permanente malestar.” La cita, rescatada por el sociolingüista José del Valle en su libro Lo político del lenguaje, parece escrita para describir el momento actual. Vivimos tiempos de incomodidad: por ciertos cambios sociales, por las nuevas formas de hablar o por las transformaciones en la vida rural y urbana. Y si todo el mundo opina sobre lo que le molesta, pocos se detienen a pensar en cómo se expresan esos malestares a través de la lengua.

Ahí es donde entra la sociolingüística, una disciplina que estudia el lenguaje no solo como un sistema de reglas, sino como una práctica social que refleja identidades, jerarquías y conflictos. Desde esta mirada, hablar nunca es un acto neutral o inocuo: cada palabra, cada acento, cada silencio dice algo sobre quiénes somos, de dónde venimos y cómo nos situamos frente a las demás. ¿Qué pinta, entonces, un sociolingüista en Teruel? A simple vista, podría parecer que aquí no hay grandes misterios lingüísticos, más allá de los contrastes entre el habla rural y la urbana, o entre las formas más tradicionales del español de Aragón y el castellano estándar. Pero Teruel, como tantos territorios, es un mosaico de hablas, identidades y malestares. En sus pueblos y ciudades se entrecruzan las tensiones de la España vaciada, las de la migración y las de una sociedad que cambia más rápido de lo que cambian sus palabras.

En los últimos años, la provincia ha experimentado transformaciones que se notan también en el modo de hablar. Las nuevas generaciones turolenses combinan registros, acentos y expresiones en una convivencia constante entre lo local y lo global. A eso se suman las voces que llegan con las migraciones: rumanas, árabes, latinoamericanas y otras tantas. En muchos municipios, esas hablas están repoblando, literalmente, los silencios de la despoblación. Sin embargo, este fenómeno apenas ha recibido atención desde la investigación o el debate público. Falta escuchar qué pasa cuando una lengua se mezcla con otra, cuando un acento distinto entra en la conversación o cuando el idioma se convierte en frontera.

La sociolingüística etnográfica -la que se basa en la observación directa de la vida cotidiana- ayuda a comprender que los malestares (socio)lingüísticos no son meras curiosidades académicas. Se manifiestan en los pequeños gestos: cuando alguien corrige a otro por su manera de hablar, cuando una niña migrada siente vergüenza por su acento, cuando se ridiculiza una expresión local o se valora menos el habla rural frente a la urbana. Esas situaciones, aparentemente triviales, esconden tensiones más profundas sobre el poder, la pertenencia y la identidad.

El malestar sociolingüístico tiene una característica común: suele ser silencioso. No se discute en público, se asume como algo individual, casi natural. “Hablo mal”, “se me nota de dónde soy”, “no sé decirlo bien”. Quien lo siente, lo vive como una falta personal, no como el reflejo de una estructura social que favorece unas formas de hablar sobre otras. Así, la incomodidad se convierte en costumbre. Y sin embargo, en ese silencio se esconden oportunidades para repensar qué voces se escuchan y cuáles no.

Y, sin embargo, no todos los malestares son iguales. Algunos están ligados al género y se expresan, por ejemplo, en los debates sobre el lenguaje inclusivo. Lo que para unxs representa un avance en igualdad, para otrxs parece resultar un exceso o una imposición. Detrás de esas posturas se mueven concepciones distintas del cambio social y de lo que se considera legítimo en el habla. El conflicto no es gramatical: es político, simbólico y tiene consecuencias en diferentes dimensiones de nuestras vidas. Otros malestares surgen del multilingüismo. Las hablas migradas, con sus acentos, mezclas e hibridaciones, pueden despertar curiosidad o rechazo. Pero también son una fuente de creatividad y convivencia si se abordan con apertura. En las aulas, por ejemplo, la diversidad lingüística podría ser una herramienta educativa valiosa, y en los pueblos, un elemento revitalizador. No obstante, eso exige cambiar la mirada: dejar de ver la diferencia como un error y empezar a verla como parte de la riqueza colectiva.

Teruel, por su posición geográfica y su realidad demográfica, es un espejo de esas tensiones. Entre el el castellano que se impone como lengua de prestigio y las nuevas lenguas que llegan con la migración, se configura un paisaje lingüístico y sonoro cada vez más complejo. Un paisaje que merece ser estudiado y, sobre todo, escuchado. Escuchar el malestar no significa alimentar el pesimismo. Al contrario: puede ser el primer paso para transformarlo. Cuando alguien decide reivindicar su forma de hablar, usar palabras que antes le daban inseguridad o introducir nuevas maneras de nombrar el mundo, está ejerciendo una forma de resistencia cotidiana. El lenguaje se convierte así en un espacio de agencia, un lugar desde el que reclamar dignidad y reconocimiento.Quizás el trabajo de lxs sociolingüistas, en un lugar como este, consista precisamente en eso: en mirar y escuchar, en poner en palabras lo que a menudo pasa desapercibido. No se trata de decirle a nadie cómo debe hablar, sino de comprender qué nos dicen nuestras propias formas de hablar sobre quiénes somos. Porque el modo en que hablamos no es un simple reflejo de la realidad, sino una herramienta para transformarla. En una provincia donde las distancias no siempre se miden en kilómetros, sino en silencios, atender al lenguaje es también una forma de cuidar el territorio. Cada palabra, cada acento y cada expresión forman parte del tejido social turolense, tan diverso como su paisaje. En las hablas de sus gentes -las de siempre y las recién llegadas- se escucha el eco de una comunidad que, pese a sus malestares, sigue buscando la manera de entenderse.

Y quizá, después de todo, eso es lo que hace un sociolingüista en un lugar como este: recordar que el malestar también se habla, y que escuchar puede ayudarnos a construir un Teruel más plural y más consciente.