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Por Silvia Ariño

Esta mañana, en el periódico, leo un artículo firmado por un varón en situación de poder, quien autorrealizado a través de su profesión artística, intelectual o literaria, ha decidido escribir sobre las altas expectativas que albergan los jóvenes sobre la vida y el trabajo. El autor afirma que los índices de subjetividad están disparados, lo que supone nuestra principal fuente de insatisfacción personal y social, y logra convencerme. Pienso que, efectivamente, todo joven en España moldea lentamente desde muy temprano cuál quiere que sea su proyecto vital. Va conformando su personalidad por imitación, o por contraste, ya que tiene acceso a miles y miles de referentes y contenidos que van impactando sobre sus gustos y preferencias. Queremos creer que su propia agencia personal media en el proceso, pero este punto siempre termina en suspensión del juicio: el autor considera más importante señalar la problemática de la subjetividad para el correcto funcionamiento de nuestra sociedad capitalista de trabajos mediocres.

Releo el último párrafo y me doy cuenta de que él en ningún momento emplea un adjetivo así de negativo para hablar del mercado laboral. Me detengo a pensar un momento en nuestra situación asimétrica y en si ésta justifica la virulencia de dicho adjetivo por mi parte. Pienso en otros, como precario, pero ninguno como mediocre capta igual de bien mi experiencia con el empleo. Poco a poco empiezo a descreer lo que el autor ha ido desvelándome mientras pienso que lo único que está intentando es proteger su privilegio. El privilegio, si estuviera al alcance de todos, dejaría de ser tal; y quien lo tiene está comprometido a defenderlo por encima de todo y de todos (sobre todo aquel que viene disfrazado de mérito). Mi mirada permanece suspendida sobre el artículo pero no soy capaz de enfocar la conclusión final. Parece una sopa de letras. El autor me sonríe desde la esquina derecha de la página. De pronto suena el teléfono.

-Trabajar no le gusta a nadie. Óyeme bien. Incluso quien no se imagina haciendo otra cosa, con el paso de los años termina deseando dar puerta con todo. ¿Cuántas veces le has oído decir a tu tío que lo mejor sería cobrar sin tener que ir a trabajar? Pues eso. Hay personas con trabajos muy serios, de grandísima responsabilidad, y a ellos jamás se les ocurriría decir algo semejante, pero eso no quiere decir que no lo piensen. Banalizar con el trabajo de uno siempre ha sido de mal gusto, pero ya era hora de meterse con el gusto ese. El canon de la época debía cambiar. Tantos se la pasan archivando papeles y vendiendo cosas que no le importan a nadie. Ocho horas al día, y quien no, más. Odias tu empresa, odias a tus jefes, esa marca que lo inunda todo. Un nombre en el que te ves obligado a vivir. Y luego, la miseria, esa gran miseria humana de la que hay que encargarse cada día. ¿Pues se puede vivir sin comer, sin limpiar, sin dormir? No solo la gente mayor sufrimos de miseria, créeme. Aunque la miseria de los niños huela a niño, y su caca huela dulce como las frutas maduras.

-Ya, ya, abuela. Menuda perorata que me estás soltando.

-Vamos, no me vengas con esas. Si no estoy haciendo más que darte la razón. Pero en vez de hacerlo directamente, trato de profundizar un poco, de ampliarte las concepciones, que tampoco está mal. Aún te pensarás que estar de acuerdo en algo es expresarlo exactamente igual. Lo más divertido es que parezca que estáis hablando de cosas distintas y que no os vais a encontrar en ningún punto, hasta que de pronto os dais cuenta de que no podríais pensar más parecido. Pero para eso hay que superar la cabezonería, y tú de eso tienes bastante. Además, muchas veces, estás conversando con alguien y crees que está siendo una conversación maravillosa, porque pensáis igual, ¡igual!, casi pareciera que os sobran las palabras. Pero es cuando sentís que os faltan cuando se pone interesante. Y ahí, en cambio, lo dejáis.

-Sí, te entiendo.

-Pues si le dierais vueltas a las cosas, como tú y yo estamos haciendo ahora, igual encontraríais algunas respuestas antes incluso de que surgieran las preguntas. En vez de tanto acuerdo. Además, si quieres me pongo del otro lado y te digo lo que ya sabes. Que buena suerte tienes de hacer el trabajo ese que haces. Con el ordenador, ahí sentada en tu escritorio. Vaya trabajo más fino. No hace falta que te cuente lo que tienen que hacer el resto por los mismos cinco duros. Pero si tú me llamas, como has hecho, y me dices: «abuela, me estoy perdiendo. Cada mañana, cuando entro a trabajar, una mancha negra se extiende por mi cerebro. Al salir se repliega, pero no desaparece. Y después pongo una lavadora, hago la comida del día siguiente, y no salgo de casa porque hay que madrugar y no quiero estar cansada. Más cansada de lo que ya estoy, quiero decir. Y solo a veces, con una voz en sordina, me pregunto si después de la experiencia de estos años, si de alguna manera obtuviera tiempo libre, si volvería a ser la misma. Quizás todo lo que digo solo demuestra una nostalgia por la ingenuidad, la cual menos mal que yace ahogada, azul y en silencio. Pero puede que no, puede que demuestre que no quiero la vida que tengo. ¡Sí, eso es! Quizás no quiero mi vida, pero es lo único que tengo…»

-Abuela es que dicho así… Me ha entrado una flojera conforme hablabas… Creo que no lo he expresado así…

-No, claro que no, pero he sabido leer entre líneas.

-Pero tú siempre me has hablado de la importancia de la independencia económica. Para ti, trabajar fue una salvación. Y creo que no pudiste elegir entre muchas opciones...

-Fue una salvación, tú misma lo has dicho. Una puede darse a los demás, pero no puede vivir del todo por ellos ni a través de ellos. Le hacen falta metas propias, algo de individualidad. ¿Cómo lo llamabas tú? Ah sí, sí, me acuerdo, lo de la existencia relacional. Pero eran otros tiempos y, además, yo tenía una familia que necesitaba ese dinero. Tú estás sola, hija mía. Nadie espera nada de ti excepto tú misma… son otros tiempos. Puede que cuanto más libre más consciente seas de tus ataduras, y menos tolerancia tengas hacia ellas. Quizás tu insatisfacción y la de tantos otros sea un avance moral en la humanidad, quién sabe… Por cierto, hija mía, voy a hacer puré, ¿vale? Luego cuando venga tu madre le diré que os lleve un par de tuppers…