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Por Iván Núñez Alonso

Adela no tenía ningún consuelo e incluso pudiera parecer que el mundo se acabaría con aquel llanto tan lastimero. Es que me da miedo la oscuridad papi, decía entre sollozos, es que no sé por dónde me atacarán los monstruos papi. Su cuerpo se convulsionaba y los gemidos venían acompañados de una especie de hipo arrítmico y desigual en su  volumen y en sus formas. Y además este no es mi cuarto y por eso no quiero dormir aquí papi, suplicaba con lágrimas en sus pequeños ojos verdes. ¿Por qué tengo que dormir aquí?, ¿Por qué no me lleváis a casa y así me duermo contigo y con mami en vuestro cuarto? Para alguien que no la conociera, pudiera parecer que la habían llevado allí a la fuerza, que súbitamente algunos malhechores malvados la hubieran secuestrado y la hubiesen abandonado a su suerte en aquella habitación que presidía un crucifijo que presenciaba atónito la escena. La cabeza de Adela reposaba en el regazo de Andrés y sus lágrimas mojaban los pantalones de este, que la acariciaba con suavidad, acompañando esto con un leve siseo para calmar a la afligida plañidera.

Andrés la miraba y trataba, de tanto en tanto, con palabras dulces y bienintencionadas, de apaciguarla. Tranquila mi Adela -siembre le llamaba Mi Adela, pero sonando todo junto Miadela…- que ya verás como dentro de poco vamos a casa y dormirás plácidamente, le susurraba muy quedo. Como un bombero que tratase de apagar un fuego imposible, aquel hombre mandaba andanadas de promesas –falsas, bien lo sabía- que trataban de sofocar aquel arrebato nocturno de Adela. Mira mi Adela –Miadela…- si dejas de llorar te llevaré a ese parque de Zaragoza que tanto te gustaba cuando íbamos, nunca dejaba de acariciarla mientras intentaba calmarla, aquel que íbamos con los niños: con Esteban, con Puri… Trataba a la desesperada de que los recordase, aunque fuera un poquico. Aquel estanque de los patos, aquel en el que le dábamos de comer pan a los cisnes. No me digas que no te acuerdas del mordisco que le pegó a la Puri, ¡que menudo susto se pegó! Esbozó una pequeña sonrisa al volver a revivir la cara de la pobre niña. Pero Adela no recordaba, o no quería recordar, ¡vaya usted a saber!

Ella farfullía alguna palabra inconexa mientras volvía una y otra vez a la misma cantinela. Los monstruos papi, esos monstruos blancos que se cuelan por la puerta papi. Llama a mami y vámonos a casa, que aquí yo no me quiero dormir. ¡Que no! Pegó un pequeño puñetazo a la rodilla de Andrés que, como el Santo Job, soportaba aquella cascada de peticiones imposibles siseando y tratando de que volviese a calmarse y a dormirse de una vez. Y además este cuarto es muy feo y no tiene al elefante Castañuelas, ni a mi muñeca Mariquita, se quejaba con voz de niña consentida. Por un momento pareció que había amainado la tormenta y que Adela había claudicado ante Morfeo pero, lejos de esto, levantó su cabeza y volvió a llorar con más fuerza. Su pelo alborotado, su camisón arrugado y su cara mojada y desencajada, daban cierto aire de humor a la escena, dentro de todo aquel drama. ¡Llama a mami por favor! Dile que venga y que me cante La chata berenguera, pedía de manera quejumbrosa. Volvió a poner la cabeza en las rodillas de Andrés y volvió a balbucear algunas palabras que él apenas entendió.

Aquel hombre no sabía qué hacer ya, a qué recursos acudir. Volvió a posar la mano en su cabeza y volvió a acariciarla. Volvió a sisear, a susurrarle palabricas de consuelo, aunque Adela rezongaba y volvía a la carga con sus quejas y sus lamentos. Que si mami, que si lo monstruos. Que si esto, que si lo otro… Andrés se notaba cansado, aunque sabía que esta no iba a ser la última pataleta nocturna. Siempre que esto sucedía sabía que debía de calmarla hasta que se volviese a dormir. Incluso en algunas ocasiones, ya derrotado por el agotamiento, él se había dormido durante el proceso y, cuando se había despertado, Adela ya había dejado sus monsergas y estaba roncando en su regazo. Otras veces optaba por sisear y acariciarla mientras él dejaba volar sus recuerdos a otros tiempos ya muy lejanos: su boda en Rubielos de Mora, sus viajes por Europa o las partidas de guiñote en el bar del pueblo. Pero aquella noche se sentía especialmente cansado y abrumado por aquel berrinche de Adela.  ¡Ay mi Adela! Esta noche está siendo larga, angelico mío… Se quejó sin que las palabras llegasen más allá de unos centímetros de su boca. Suspiró ostensiblemente y se acercó despacico a su cabeza y le dio un beso que apenas rozó el pelo de ella.

Pese a que notó aquel beso Adela seguía sollozando, si bien unos minutos después había decaído la intensidad y ahora apenas se oía un leve rumoreo, una mezcla de murmullo apenas audible y algún espasmo que agitaba su pecho. Como una llama que se va apagando imperceptiblemente, sus lloriqueos eran fugaces y se deslizaron hacia el silencio de manera muy suave. En un momento dado Adela ya tenía los ojos cerrados –y húmedos-, respiraba profundamente y algún ronquido se escapaba mientras caía en un sueño profundo, o un sollozo perdido se colaba, como un extraño recuerdo de la llantina pasada. Andrés siguió acariciándola mientras ella se acurrucaba instintivamente un poco más en su regazo.  

Y una vez llegado a aquel punto volvían a repetirse, como todas las noches en que Adela se despertaba alterada y se volvía a dormir, como si de un ritual se tratara, los mismos movimientos en aquel hombre visiblemente exhausto. Colocó la cabeza de Adela en la almohada, con una suavidad exquisita, como si del Santo Grial se tratara. Le tapó con la colcha hasta el pecho, dejando los brazos fuera, apretando con un gesto apenas imperceptible sus manos ya huesudas y frías, chocando los anillos de casados. Le dio un beso en la frente dejando reposar sus labios un momento, queriendo disfrutar de esos últimos besos. Y por último, se sentó en la cama de al lado, se echó las manos a la cabeza y se puso a llorar. Ella había vuelto a su infancia: ya nunca recordaría la boda de Rubielos, ni a sus hijos Esteban y Puri, ni mucho menos a sus nietos. Ya nunca más sería aquella Adela inquebrantable y fuerte que viajó con él por toda Europa. Y sin embargo, en su fuero interno, luchaba por su Adela: Miadela…