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Por Héctor Montón

Todo muy normal, demasiado normal. Sí, había señales de uso, pero como en cualquier otra casa, no parecía que allí hubiera estado viviendo un desarrapado al que nada ni nadie le importa. Incluso la vajilla estaba fregada, la cama hecha, los trastos recogidos. El comisario se dio una vuelta por las habitaciones para ver si a sus compañeros se les había pasado algo. Cualquier cosa que pudiera delatar su paradero, tal vez un mechero del prostíbulo cercano o un mapita con alguna seña, si es que había suerte… pero nada, todo era normal, tan normal que le mosqueaba.

En el salón, sobre la mesita de mármol que había junto al sofá, reposaba un vaso de leche a medio beber. El comisario pensó que lo debió de olvidar cuando escuchó las sirenas y tuvo que salir por piernas, porque un tipo tan curioso, que se preocupa por dejar todo en orden en una casa que no es la suya, que incluso limpia el polvo de las estanterías y saca la basura en vez de acumularla, habría sido lo suficiente meticuloso como para terminarse el vaso y darle un agua antes de abandonar el lugar. Pero los restos de leche poco le decían, solo que lo debieron de pillar por sorpresa.

—¿Y no han echado nada en falta?

—Nada —respondió la señora Sánchez—, lo dejó hasta mejor de lo que estaba. Mire que nosotros venimos poco, únicamente para el verano, porque desde lo de mi padre… pues a una yo no le apetece, ¿entiende? Si no nos llega a avisar el Cardelo, ¡ni nos damos cuenta!

—¿El Cardelo?

—Sí, Damián, el vecino, aquí lo llamamos así. Dijo que llevaba días oyendo ruidos, pero pensaría que éramos nosotros. Como no nos pasábamos a saludar, a la semana vino a traernos algo del huerto, y claro, al no abrirle…

—¿Entonces no se llevó nada?

—Nada, bueno, el arma, pero eso ustedes ya lo saben… —al decirlo miró la pared donde normalmente la tendrían colgada. Todavía estaba dibujada la sombra de la escopeta con la que ese desgraciado después dispararía.

El comisario dio las gracias, se dirigió hacia la entrada y arrastró la puerta de madera intentando que chirriara lo menos posible. Primero salió la señora, que le daba miedo estar allí sola por si volvía, pero ¿cómo iba a volver al sitio donde lo habían encontrado? Por si se ha dejado algo, decía, y no quiso cerrar para que no le rompiera el pestillo en caso de su regreso. Se despidieron y la señora Sánchez se alejó por la calle larga, con pasitos cortos y los brazos recogidos, mirando inquieta hacia todos lados. El comisario vio que en el edificio de al lado se corría el visillo de la primera ventana; tan solo un golpe al picaporte y Damián (o el Cardelo, según quién lo nombrara) ya le invitaba a pasar.

—Entre, entre, le estaba yo esperando…

Eso era otra cosa, ahí sí parecía que hubieran ido a robar, a vivir sin permiso, a hacer el vándalo tras descubrir que el domicilio estaba deshabitado. Los dibujos florales de las baldosas apenas se distinguían entre el barro y las orugas de ceniza seca, a veces aplastada y esparcida con la suela de algún pisotón descuidado. En cualquier superficie aparecían vasos abandonados con distintos fluidos que el comisario no se atrevía a reconocer. El sofá estaba cubierto con una manta hecha girones, almohadas de varios colores y tamaños y objetos de distinta índole. Pero no, aquí no había entrado nadie desde hacía años, tan solo Damián, un hombre viudo al que la casa se le hacía demasiado grande. Pidió al comisario que se sentara donde gustase y le ofreció algo de beber, a lo cual rehusó con amables palabras.

—Ya les dije a sus compañeros, señor agente, pero se lo repito a usted que parece más serio y decidido. Ese desarrapado me asaltó escopeta en mano cuando yo les iba a dar borraja a los vecinos. Algo me olía, claro que sí, estos no vienen más que en verano, los urbanitas… Ah, pero no diré nada malo de ellos, muy buena gente, y agradecidos, eso siempre.

El comisario, que se veía venir las ganas de cháchara (y aunque comprendía que un hombre en sus circunstancias está necesitado de compañía), trató de atajar la conversación.

—¿Y no le dijo nada? Alguna pista de hacia dónde se dirigía, cualquier cosa que nos ayude a seguirle el rastro…

—Nada de nada, cagüendiéz, si lo habría sabido le preguntaría, pero estaba con la congoja, usted comprende… Me abrió la puerta sin llegar a asomar más que el cañón, y me lo puso aquí —alzó la cabeza y se señaló debajo del mentón—. Suerte tuve de que la Mercedes siempre anda asomada, para chismorrear, ¿sabe? Pero mal no me vino porque les llamó a ustedes y en un periquete estaban aquí con las sirenas y todo el tinglado. Se puso tan nervioso que creí que me mataba en ese mismo momento. Pero agarró el trabuco y salió corriendo hacia el coche, lo tenía ahí aparcado.

El Cardelo señaló un poste de teléfono que se veía a través de la ventana. En ese momento, el comisario advirtió la presencia de un individuo que los observaba con gesto agitado. Pero tan pronto se dio cuenta de que él también estaba siendo observado, se dio media vuelta y echó a andar con pésimo disimulo, así que el comisario fue tras él, dejando a Damián con la palabra en la boca.

—¡Alto ahí! ¡Policía!

—Yo no… yo no he hecho nada… no… yo no vi nada —balbuceaba con las manos a la altura de las orejas y la nariz colorada. El aliento le apestaba a alcohol, y el comisario se percató.

—Tranquilo, que usted no está metido en problemas. Solo quiero saber si lo vio, si estuvo con él, cualquier información que nos pueda ser útil.

—Bueno… sí, estuvimos ayer ¿o antes de ayer? No recuerdo bien… —parecía más sosegado, dispuesto a colaborar—. Se acercó al bar y tomó una cerveza… creo, ¿o un tinto? No sé, no sé… El caso es que yo estaba allí, en el bar, no es que vaya mucho pero a veces un orujo me anima, ¿comprende? Se sentó a mi lado y le pregunté si era de por aquí, por charrar, ya sabe… pero no soltaba prenda, dijo que no era de ninguna parte, que lo único que quería era estar solo, tranquilo y solo, y nada más. Parecía un tipo muy normal, demasiado normal… como muchos de nosotros, ¿comprende?

Viendo que tampoco iba a sacar nada de provecho, el comisario le agradeció su tiempo, y ya se disponía a ir en busca del siguiente testigo cuando escuchó que le preguntaba:

—¿Es cierto lo que dicen, que casi lo cogen…, que disparó a un policía?

Al comisario le sorprendió que las noticias volaran tan rápido. No le agradó demasiado la consulta, pero asintió con la mirada mientras decía:

—¿Qué quiere que le diga? Yo no sé nada…