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Por Juan Villalba

Mi abuelo no creía en Dios ni en el diablo. Tampoco admitía la existencia de poderes sobrenaturales ni aceptaba la superstición. Su credo era el trabajo y la ciencia, anhelaba una España poblada de geómetras, astrónomos, químicos, arquitectos y hombres de ciencia, sin tantos teólogos, leguleyos y escribanos, pero cuando su hermano Eusebio enfermó y el médico le dijo después de varias semanas de tratarlo que aquel trancazo se lo iba a llevar sin remisión, no tuvo más remedio que escuchar a mi abuela, mujer religiosa y creyente, no solo en la fe cristiana, sino en todo tipo de curanderos y ensalmadores.

Como a la fuerza ahogan, mi abuelo, sin renegar de su ateísmo a ultranza, por no oír a su mujer y para abrirle los ojos ante la impostura de toda esa caterva turba de embaucadores –esas fueron sus palabras-, decidió hacerle caso y tomar una prenda usada del paciente para llevársela al santero de Albentosa. Partió de madrugada con una camisa raída y desgastada, sin lavar siquiera, en busca del ermitaño saludador, que curaba por imposición de manos o a la vista de prendas de enfermos.

A mitad de camino, me paré a descansar un poco y a contemplar la lánguida e ininterrumpida vitalidad del monte. Con la mano haciendo visera, volví la vista atrás y contemplé la airosa torre de la iglesia de Sarrión, vigilando altiva el abigarrado caserío del pueblo, al pie del Javalambre, la colosal montaña.

Ese campanario, omnipresente hasta en los lugares más remotos y minúsculos de nuestro país, es el ojo y la voz de un Dios que rige los destinos de su rebaño y ordena sus vidas, la pública y la privada, mediante toques de campana, obligándolo a dar la espalda a la razón, a la ciencia y al futuro. Nuestro desconocimiento de la Naturaleza creó a los dioses y solo su profundo conocimiento logrará destruirlos -me aleccionaba aprovechando el relato de su peregrinación para autoafirmarse en sus convicciones y negar de esta manera su misma finalidad: lograr una sanación milagrosa.

Los caminos dibujaban violentos y frecuentes zigzags en la hondonada; a veces se buscaban, otras se separaban, pero siempre, en la perspectiva, eran como blancas estelas abiertas entre el verdor compacto de los árboles y prados. Me gusta sentir su quietud serena y reposada, mirar el conglomerado de bancales aterrazados con paredes construidas en piedra, de praderas, de barbechos, salpicados de masías dispersas en la distancia. Y, de vez en cuando, las manchas oscuras y espesas de los bosques de carrascas y sabinas.

¡Pero qué se puede esperar de un país que todavía rotura campos con arados sin vertedera, con tracción animal y que depende del viento para aventar el trigo! ¡De un país amorcillado por su ignorancia, indiferente a la modernidad y a las luces, instalado en el odio a lo nuevo! La fe hay que tenerla en el progreso, no en Dios ni en el más allá, ni en la existencia de poderes ocultos. El misterio y la revelación son incompatibles con la ciencia –volvía a adoctrinarme con cierto tono de enfado tratando de justificar con estos comentarios la traición a sus ideas.

A lo lejos, hacia el sur, por todas partes, los picos de las montañas de la otra sierra, la de Gúdar, con la mole del Peñarroya alzándose retadora sobre el horizonte, compitiendo en tamaño con Javalambre. Según la estación, el clima y la hora del día, se altera su textura, pasando de una extraña ingravidez vegetal a una solidez densa, mineral y plomiza en los días oscuros de tormenta.

Cuando ya casi llegaba, volví a tomar aire y me paré a contemplar los viaductos gemelos que al unísono saltan sobre el cauce de agua y piedras del río, duplicando sus sombras sobre el verde y el rojo de los campos.

La luz se ensanchaba y refulgía sobre las copas amarillas de los chopos de la ribera, sobre las líneas del tren y la carretera, inexcusables cicatrices de un progreso tan necesario en esta tierra.

Ya en las inmediaciones de la villa, me paré de nuevo a contemplarla, otrora señoreada desde lo alto por los restos de un castillo medieval, hoy custodiada por los muertos del cementerio. Dramática reconversión, triste metáfora de los tiempos que corren por estos lares.

Antes de reanudar la marcha, olí con fuerza  esa mezcla embriagadora de aromas de plantas del monte: tomillo, ajedrea, jara y espliego. Me gustan esos olores, sentirlos en toda su intensidad, en especial después de la lluvia, como también me gusta oír en la quietud de los páramos el canto de los pájaros o el estridular de las chicharras.

En el éxtasis de mi soledad sonora –así de poético me lo relató y es que mi abuelo es muy leído y un tanto redicho-, sentí un potente movimiento de tripas con intensos borborigmos que se resolvieron en unas ganas inmensas de tirarme un pedo. Al fin y al cabo no había nadie alrededor y, como dijo el poeta, el pedo tiene “cuerpo de aire y corazón de viento”. De esta manera me apresté a liberarlo con premeditación y alevosía: levanté una pierna y apreté con fuerza, mientras que, a voz en grito, le dediqué el horrísono estruendo al curandero de marras como pago adelantado de la consulta.

El pedo no fue un pedo cualquiera, fue un pedo enorme, descomunal, infinito; la ventosidad salió como el agua que se desliza, como un torrente desbordado montaña abajo, con mucha fuerza, con mucha prisa, opaco, cavernoso, resonante, perfecto.

Ya en el pueblo, tras hacer cola y un buen rato de espera, cuando me llegó el turno, entregué la camisa al sanador y, mientras la olisqueaba con su trufa canina de sabueso: primero un agujero, luego el otro, le fui explicando brevemente el mal de mi hermano. Sin dejar de husmear, luego de unos minutos de concentración y silencio, me la devolvió con un gesto amable asegurándome que en una semana el enfermo estaría recuperado.

Mi abuelo, sin convencimiento alguno y con cara de incredulidad –así me lo expresó-, sacó un billete del bolsillo para pagar sus servicios, pero el hombrecillo lo rechazó con firmeza diciéndole con una burlona sonrisa en la boca:

-Déjelo, usted ya ha saldado su deuda durante el trayecto y me doy por bien pagado.

Para acto seguido declamar:

-El pedo es vida, el pedo es muerte / y tiene algo que nos divierte; / el pedo gime, el pedo llora / el pedo es aire, el pedo es ruido / y a veces sale por un descuido / el pedo es fuerte, es imponente / pues se los tira toda la gente –acompasando el recitado con un tan jocoso baile como intenso pedorreo- En este mundo un pedo es vida / porque hasta el Papa bien se lo tira… / hay pedos cultos e ignorantes / los hay adultos, también infantes, / hay pedos gordos, hay pedos flacos… / hay pedos tristes, los hay risueños / según el gusto que tiene el dueño…1

Estas son las vueltas de su retribución a cuenta de esta consulta –concluyó con guasa el santero.

Al terminar su narración, mi abuelo observó agazapada en la inocencia de mi mirada la sombra de una duda e intuyó en mi rostro un gesto de recelo y de sospecha, por lo que se apresuró a apostillar:

-Esta historia solo demuestra que el saludador tenía olfato de can, que la ciencia a veces se equivoca y que tu tío abuelo Eusebio es fuerte como un roble. Nada más, pardalín.

 

 

 

1.- Fragmento del “Poema al pedo”, de Francisco de Quevedo.