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Trini Trini
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Por Javier Hinojosa

Mis hijos Cosme y Damián llevaban un tiempo dándome la matraca con que querían un perrico. Les fui dando largas todo lo que pude hasta que no me quedó más remedio que llevarlos a la Protectora para elegir a la criatura que iba a convertirse en el nuevo miembro de nuestra familia. Una vez allí, enseguida nos vimos desbordados por la gran cantidad de perretes que nos suplicaban con ojos tiernos desde sus jaulas que nos los lleváramos a casa mientras le daban estruendosos coletazos a sus diminutas cárceles metálicas. Casi igual que en la película Las normas de la Casa de la Sidra pero con cánidos en vez de humanos.
 
A pesar de la abundancia de candidatos a la adopción, mis retoños y yo nos fijamos a la vez en la misma perrita, una que tenía una irresistible y magnética mirada que nos hizo imposible pasar de largo. Era blanca, negra y marrón y tenía un tamaño mediano. Si hubiera tenido que aventurarme a adivinar a qué raza pertenecía, hubiera dicho sin dudarlo que era una Heinz, como el ketchup ese famoso que está fabricado con 57 variedades de tomate según reza su icónico envase.
 
Al animal le faltaba la pata trasera derecha. Se la habían tenido que amputar después de que la atropellase el camión del butano y la abandonasen sus anteriores y desaprensivos dueños, según nos dijo la joven voluntaria de la perrera. No sé si fueron sus ojos negros desbordantes de inteligencia y de ternura los que nos convencieron o el hecho de que la vimos más desvalida que al resto, pero el caso es que nos la llevamos a casa aquel mismo día.
 
Amelia, mi mujer, nos miró algo extrañada al vernos llegar a casa con ella, pero enseguida sucumbió a sus perrunos encantos y se quedó igual de prendada que nosotros con el animal. Era necesario ponerle un nombre de inmediato y a mí se me ocurrió llamarla Trípode, por aquello de que tenía tres patas. Mi mujer y mis hijos me llamaron a mí de todo y me dijeron que se merecía un nombre con menos mala baba, así que accedí a cambiárselo, pero puse como condición que el nombre tenía que empezar por “Tri”. Barajamos opciones como Tricolor, Tricicle, Tricornio, Trilateral o Tridente, pero no nos acababan de encajar porque eran todos muy largos. En eso que llegó por casa mi cuñada Trini e inmediatamente vi que ése era un nombre perfecto para nuestra nueva hija adoptiva. A la hermana de mi mujer no le hizo mucha gracia, pero tampoco a mí el día que arruinó nuestra boda al enrollarse en los lavabos de El Milagro con Mosen Anselmo, el joven y fornido párroco venezolano que acababa de oficiar nuestros esposorios. Así que ya estábamos en paz.

Trini fue una bendición para nuestra familia desde el primer momento. No sabría explicar muy bien por qué pero era un ser que irradiaba tan buenas vibraciones a su alrededor que todos parecíamos ser más felices a su lado. Era una criatura tan fascinantemente adorable que quisimos perpetuarla, así que decidimos cruzarla para que tuviese cachorretes que portasen sus extraordinarios genes. De esa manera podríamos regalárselos después a nuestras amistades porque estábamos seguros de que iban a mejorar sus vidas, al igual que Trini había mejorado las nuestras. 

La intentamos aparear varias veces con machos de amigos y conocidos, pero el caso es que no hubo manera de que accediese a la cópula de forma voluntaria, así que pasados unos infructuosos meses decidimos llevársela a Olegario, el veterinario del barrio, para que la inseminase artificialmente. La verdad es que el hombre no tenía mucha vocación y no era especialmente cariñoso con el reino animal, pero era el que nos venía más a mano. Creo que eligió esa profesión porque rimaba con su nombre, pero eso es sólo una suposición mía.

Olegario era alto, ancho, seboso y cargado de hombros. Tenía la cabeza gorda, más ancha por abajo que por arriba, como un mojón de ésos de piedra de las carreteras comarcales. Su bata, en tiempos, debió empezar siendo blanca, pero ahora parecía de camuflaje; llevaba manchas de todos los colores, amén de pelos pegados y algo que juraría que eran escamas, imagino que de serpiente, o de carpas koi, váyase usted a saber. Como diría mi tío Manuel, esa bata estaba más sucia que el dormitorio de un pavo. 

El hombre procedió a poner en su consulta un documental en VHS de animales apareándose para que Lucho, su labrador, se pusiese en situación antes de proceder a un acto onanístico con el can que acabó a los veinte segundos con su simiente en un botecillo de cristal que juraría que en su vida anterior había sido de anchoas. Acto seguido, succionó el viscoso contenido con una jeringuilla que le introdujo a Trini en sus partes pudendas mientras ésta estaba muy entretenida visionando a dos ñus dándose un homenaje en la pantalla. Para asegurarse que el preciado líquido de Lucho llegaba a su destino, puso un tubo de goma flexible en salva sea la parte de mi adorada perra y sopló con fuerza por el otro extremo.
 
El caso es que la maniobra debió pillar a Trini desprevenida, y al notar aquella corriente invasora entrando en su cuerpo, se revolvió de inmediato para zafarse del cuerpo extraño que llevaba colgando como si fuese una segunda cola. Como resultado de la sacudida, el semen de Lucho salió disparado por el tubo, fusilando inmisericordemente a bocajarro a Olegario, que parecía que venía de una sesión de paintball o de que le hubieran dado un repaso con una máquina de tirar gotelé. De haberlo sabido, habría grabado la escena con mi teléfono móvil y el vídeo se hubiera hecho más famoso que el de Ricky Martin con la mermelada.
 
Desolados tras la fallida inseminación, decidimos dar el paso definitivo y llevamos a Trini al flamante Centro Nacional de Clonaciones de Clonreal del Campo. Hacía pocos días que lo habían inaugurado como resultado de un programa estatal de descentralización para sacar algunas instituciones de Madrid y dar oportunidades a zonas más despobladas y desfavorecidas de nuestro país. Lo pusieron en nuestra tierra seguramente para compensarnos por la decepción que había supuesto que el Gobierno rechazara la candidatura de Teruel para ser sede de la Agencia Espacial Española, pero no estoy del todo seguro.    

Trini sale de cuentas la semana que viene, y todo hace presagiar que sus doce cachorros,  genéticamente idénticos a ella, llenarán en breve de desbordante gozo las vidas de otras tantas familias. Le regalaremos uno a Olegario para que se reponga el hombre del disgusto. Ah, y también le obsequiaremos con una bata nueva de color hueso, que son más sufridas.