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Por Javier Villalba

Nuestra historia comienza con un sonido, un rugido más bien, y qué provocaba aquel estruendo, pues cinco coches, cinco impresionantes dodges negros que cruzaban el viaducto y se dirigían como si fueran una gigantesca serpiente negra al centro histórico de la pequeña ciudad de provincias del sur de Aragón, cruzando la plaza de San Juan, haciendo temblar el empedrado de las calles, rompiendo el silencio y la tranquilidad de aquella mañana, hasta un hotel, el mejor hotel de la ciudad, un pequeño pero lujoso hotel, el hotel “Hartzenbusch”, situado en la coqueta plaza de “los amantes”.

La serpiente empezó a vomitar hombres gigantescos vestidos con trajes negros y camisas blancas, idénticos todos ellos, clones unos de otros, justo del dodge central salió una pareja que aportaba el color a la escena, a Teruel e incluso a España, todo muy gris en aquellos años,  principalmente ella, de una belleza espectacular, media melena de color caoba en la que el tímido sol de aquella mañana invernal de Teruel se reflejaba muy discretamente, ojos color miel, nariz afilada y una gran boca de labios carnosos que prometían lujurias inconfesables.

Él mucho menos llamativo, con traje azul oscuro, zapatos negros, todo muy sobrio, como sus grandes mofletes colorados y su gran cara de hogaza de pan rematada con unos ojos pequeños y duros, acostumbrados a mandar con su mirada.

Una vez hechas las comprobaciones de rigor entró la feliz pareja. Era un viaje de bodas, se habían casado hacía solo unas semanas y querían conocer la historia y a los protagonistas de los amantes de Teruel.

Ya tenemos a parte de los protagonistas de nuestra historia situados, pero el tercer protagonista, el tercer hombre, que no era Orson Welles, sino Leandro Horacio Ocampos había llegado a la ciudad  unas cuantas horas antes.

Exactamente hacía cuarenta y ocho horas que un PEGASO z-102 de color rojo había atravesado el viaducto bajo un cielo plomizo que auguraba nieve, haciendo el mismo recorrido que luego haría la caravana de dodges, justamente hasta la plaza de los amantes, pero no al mismo hotel, si no a la pensión que estaba situada justo enfrente del hotel  “Hartzenbusch”, la pensión “El maño loco”, allí se había bajado un hombre alto, delgado, con traje, corbata y sombrero gris, todo él era gris, hasta su sonrisa dejaba entrever unos dientes grises, con pómulos muy marcados, ojos también grises a juego con su bigotito gris.

Nada más bajar del Pegaso llevó la mano al bolsillo y sacó un paquete de Chester corto y antes de pestañear ya estaba saliendo humo espeso y gris de su boca mientras una pequeña llama se movía entre sus dedos. Abrió el maletero, sacó dos maletas y se dirigió a la entrada de la pensión. Allí estaba, el hombre del traje gris en la posada del fracaso.

Pidió habitación en el último piso con vistas a la plaza, firmó el registro y así sabemos que el tercer hombre, el hombre gris se llama Leandro Horacio Ocampos

Don Leandro o Lee como le llamaban sus amigos tomó posesión de la habitación y enseguida comprobó que tenía lo que él había ido a buscar, una puerta que daba a un pequeño balconcillo desde donde se veía la pequeña y coqueta plaza de “los amantes” a la sombra de la torre de la iglesia de San Pedro.

Durante la espera no desaprovechó la ocasión de conocer la ciudad, tomarle el pulso a la pequeña urbe, aunque el latido era casi inexistente, prácticamente estaba en parada cardíaca, posible muerte por congelación.

Caminaba por las solitarias calles del centro, envuelto en bruma, proveniente del río Turia, que corría alegre por la parte baja de la ciudad, calles empedradas, que susurraban secretos a todo el que los quisiera escuchar, la catedral, las torres de San Martín y San Salvador, vigías  gigantes que guardaban la ciudad, callejones oscuros cargados de historia, una historia trágica y reciente, de fuego y muerte, de vida y esperanza.. Así pasó las horas, caminando y sintiendo la vida de la villa.

Hasta que llegó el gran día, el catorce de febrero, el día grande, el señalado en el calendario, el día de San Valentín, el día de los enamorados.

La noche anterior fue una de las noches más frías que se recuerdan en la ciudad del frío, lo que da una imagen espeluznante de la tremenda pelona que cayó, la mayoría de los pocos termómetros que había en la ciudad no pudieron marcar la mínima por falta de grados para seguir bajando puesto que la mayoría solo alcanzaba la nada desdeñable cifra de treinta grados bajo cero, cuenta la leyenda que hizo tanto frío que algunas personas murieron porque se les heló el aliento dentro de sus bocas y acabaron ahogadas.

Pues la mañana del catorce era la elegida por Jackie, nuestra chica de rosa, para la visita junto a su marido de la tumba de los amantes de Teruel, era una enamorada de la leyenda, la cual conocía por su ama de crianza que se la contó infinidad de veces durante su infancia. Ella la miraba embelesada mientras Teresa, que así se llamaba la ama, de ascendencia mexicana, se la contaba siempre que estaba triste o siempre que la pequeña Jackie le pedía emocionada que nuevamente le volviera a contar la historia de los de Teruel, como ella la llamaba.

Y así se hicieron las doce y el matrimonio asomó a la plaza de los amantes, para andar los pocos pasos que separaba su hotel del mausoleo donde están enterrados Isabel y Diego.

Lee casi no había dormido aquella noche, estaba intranquilo, siempre le pasaba lo mismo cuando al día siguiente tenía que hacer un trabajo, en el fondo era un sentimental. Había madrugado, a las siete ya estaba despierto y vestido, preparado para la acción, sacó la segunda maleta de debajo de la cama, la abrió y tras quitar la ropa que la llenaba, volvió a abrir un segundo compartimento donde apareció Billy “el niño”, así era como llamaba a su rifle, un remington con mira telescópica, casi una prolongación más de su brazo, donde ponía el ojo ponía la bala, por eso lo llamaba Billy “el niño”, prácticamente era infalible, desde su época de tirador de élite en el ejército y luego su carrera para los jefes de Las Vegas nunca había fallado un tiro.

Lee los vio salir del hall del hotel, ya llevaba un rato con la ventana abierta y el rifle montado encima del trípode apuntando a la plaza, el frío se había adueñado de la habitación, estaba prácticamente congelado, tenía los labios morados y las manos hinchadas por el frío, pero era fácil, solo mirar por el visor y ya tenía aquellos mofletes en mitad de la cruz de la mira telescópica, solo apretar el gatillo y adiós a John, SAYONARA BABY.

-Talan- Las campanas de la iglesia empezaban la cuenta de las doce de la mañana.

Lee movió su dedo índice.

-Click- Se escuchó el sonido hueco del percutor al golpear el fulminante de la bala.

-Talan.

-Click- El gatillo emitía un triste click y nada más, se había helado el mecanismo, Billy por primera vez y única vez en su vida se había quedado mudo.

El sonido de las campanas a modo de carcajadas resonaban en toda la plaza y en la cabeza de Lee.

El feliz matrimonio alcanzó el monumento sin contratiempos. Salieron encantados con la leyenda, más enamorados aún si cabe.

Lee abandonó tranquilamente la pensión, Teruel, España, su primer fracaso, siempre pensó que fue un milagro, Billy nunca había estado enfermo, solo en ese día y en esa plaza, sólo a la sombra de la iglesia de San Pedro.

Unos cuantos años después, en una ciudad mucho más cálida Lee acabó el trabajo.

Pero eso ya es otra historia…