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Aquella noche en la estación Aquella noche en la estación
Gonzalo Montón Muñoz. Profesor de Educación Secundaria, es miembro de la Sociedad Fotográfica Turolense desde su creación; a través de ella ha realizado las exposiciones Rostros y Rastros y Travesías de luz

Aquella noche en la estación

El Espejo de Tinta, por Héctor Montón Julve

Por Héctor Montón Julve

Qué sé yo de dónde vuelven los recuerdos olvidados, aquellos que se enquistan en las raíces más profundas de la memoria sumergida, y que durante largo tiempo permanecen en un destierro volátil, en ese extravío de la conciencia que pasa siempre desapercibido. Aunque a veces basta el simple roce de una palabra evocadora, o de una mirada con perfume añejo, para desconchar ciertas emociones; y entonces regresan imágenes de otra época, como rescatadas de la vorágine de la experiencia, como devueltas sin previo aviso a ese juego azaroso que es una conversación entre copas. Así vino la anécdota de la noche en la Estación, con el ritmo natural de una charla entre dos amigos, cuyas vidas han llevado rumbos separados. 

Hacía al menos ocho años que yo no aparecía por el pueblo. Desde que decidí irme a estudiar fuera preferí olvidarme de todo aquello, en un ridículo intento por liberarme de mi pasado y empezar desde cero, como si no supiera que el mito del renacido es imposible, que la vida es una y aunque quieras cambiarla sigue siendo la misma en otra variante. Al comprender esto, debió de entrarme la nostalgia porque pensé en volver y recuperar mi historia. Pero pronto me daría cuenta de que esa época llevaba tiempo desaparecida, que los comercios habían cambiado, las calles recibían otro nombre y las relaciones eran distintas. Es entonces cuando te sientes un forastero en tu propia tierra, un apátrida. 

A Jorge tuvo que ocurrirle algo parecido aunque sin nostalgia, pues nadie había vuelto a tener noticias suyas desde que se marchó al extranjero. Quique, según me contaron, esperaba un chiquillo casi por accidente, y últimamente estaba liado con preparativos de boda y puestas a punto de su nueva casa. Por su parte, Pepón (que ya no le gustaba que le llamaran Pepón sino Josema) se había quedado anquilosado en lo que siempre conoció, ayudando a su padre con las faenas del campo y cargando cochinos para ganar un dinero extra. Así que solo pude reunirme con Josema (que para mí siempre será Pepón) aquel verano en que regresé al pueblo para hacer memoria. Tenía un aspecto gastado, con una barriga que antes solo se profetizaba y una barba espesa donde siempre hubo acné. Sus manos estaban hinchadas y callosas, el pelo comenzaba a clarearle y los ojos se le achicaban augurando un futuro de miope. Pero en cuanto me vio llegar, le asomó la misma sonrisa traviesa que había quedado grabada en mi recuerdo.

Pedimos la primera cerveza a una muchacha que yo no conocía, y me sentí decepcionado por no encontrar detrás de la barra a aquella amable señora que de críos nos regalaba caramelos. Hablamos sobre cómo nos había ido la vida, qué habíamos hecho durante los últimos años, y Pepón (o Josema, ya no sé cómo referirme a él) me puso al día en lo que respecta a las vidas de nuestros paisanos. Luego siguieron más cervezas, más hazañas, más suspiros melancólicos. A día de hoy, desconozco la manera en que llegamos al tema de la Estación, quizá fue una palabra venida de otra mesa o algún gesto que desató nuestra memoria. Lo único seguro es que la conversación ya no podía dar marcha atrás desde que Pepón dijo:

-No he vuelto a aparecer por allí desde aquella noche.

Tendríamos doce o trece años cuando jugábamos a asustarnos en el césped de las piscinas con historias de miedo inventadas. Lo habitual era situarlas en lugares del pueblo, para que cuando pasáramos por allí nos entrara el canguelo y corriéramos despavoridos. Varias veces, mi abuelo me había hablado sobre la Estación, que antaño había sido un importante nudo de comunicaciones ferroviario y que durante la guerra sirvió de campo de concentración para el transporte de presos republicanos. Así que yo aproveché esta información y les conté que las almas de los fusilados y de las esposas que murieron esperando a que sus maridos volvieran del frente todavía vagaban por los rincones de aquel edificio en ruinas. Entonces Quique, que era un año mayor que nosotros y tenía cierta obsesión por demostrarlo, nos retó a ir a pasar una noche para comprobar si era cierto. Yo me reí pensando que iba en broma, a Pepón ya le temblaban las piernas, pero Jorge no tardó en secundar su propuesta y mirarnos con desafío. Aquello se convirtió en una especie de apuesta por ver quién la tenía más larga.

Al día siguiente nos preparamos las mochilas, dijimos a nuestros padres que dormiríamos en casa de uno, y el uno en la del otro, y cogimos las bicicletas para subir a la Estación. Con la luz del sol no era nada terrorífica, tan solo se evidenciaba su abandono por las paredes descascarilladas, los cristales rotos en el suelo y un maltrecho tejado sobre el que crecía la hierba. Estuvimos un par de horas descubriéndola y dando vueltas al asunto de los espíritus, con el objetivo principal de hacer que Pepón se rajara, pues era el más susceptible. Una vez caída la noche, todos teníamos un poco de miedo, aunque ninguno estaba dispuesto a admitirlo. Tomamos los sacos, nos arrejuntamos en una esquina y nos dejamos vencer por el sueño. Cuando asomaron los primeros destellos, los tres nos incorporamos al unísono. Nadie dijo una sola palabra, nadie hizo alusión a la historia de los fantasmas, simplemente agarramos las bicis y volvimos al pueblo. Nunca volvimos a hablar sobre ello.

-El caso es que –me decía Pepón con la séptima cerveza y una cara de susto idéntica a la de la mañana en la Estación– esa noche soñé algo que no era un sueño. Quiero decir, estaba allí mismo pero todo era diferente. Se escuchaba un ruido de locomotora, murmullos lejanos, alguien que lloraba en lo alto de la torre. Traté de despertaros pero me era imposible, y veía sombras ir y venir por la habitación. También se oían cadenas arrastrándose y pasos entre las estancias. Entonces alguien corrió, sonó un disparo y un grito, y luego más gritos y más lloros, y el traqueteo de la maldita locomotora. Yo cerré los ojos hasta que se hizo de día y todo volvió a la normalidad. Pensé que habían sido alucinaciones mías porque los demás dormíais y nadie dijo nada. Pero ahora creo que no, que vosotros también lo visteis y cerrasteis los ojos, o incluso me veríais a mí durmiendo. Anda, dime, ¿no es cierto?

Apenas supe qué responder, esperé unos segundos y luego solté una carcajada. Mientras negaba con la cabeza, traté de tranquilizarlo argumentando que era normal, que todos teníamos miedo porque aún éramos críos. Ni siquiera me atreví a confesarle que aquella noche en la Estación yo también soñé lo mismo.