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Arrugas de raíz Arrugas de raíz
Ángel Mallén Vázquez. Zaragozano de nacimiento, turolense de vocación. Aficionado a la fotografía (especialmente fotografía de naturaleza). Miembro de la Sociedad Fotográfica Turolense, Aefona y Asafona

* Por Nuria Andrés

Era una mañana asfixiante de agosto, el calor hacía que dar un solo paso costará el doble que el anterior. Pero, al menos, esta vez, volvía Valeria a casa, aunque fuera solo a pasar unas horas con su madre.

Carla siempre dice en el cole que desde casa de la yaya Alicia se ven los más verdes árboles, ¡Y qué hace mucho calor! Aunque este año, quizás, más que nunca, ¿Qué tal mamá?- preguntó Valeria mientras saludaba cariñosamente.

Alicia no tenía buen semblante, por mucho que intentara disimularlo y por mucho que la visita de Valeria le alegrara y le hiciera salir de la tediosa rutina en la que estaba atrapada. - Pues bien, como siempre- se limitó a decir.

¿Y la abuela María?

Descansando en el balcón, pero, paciencia con ella, por favor. Que lleva un día…

La pelea de hoy, la de nada más levantarse, había sido patrocinada otra vez por las dichosas grullas. Esas que decía que emigraban cada invierno hacia el sur. ¡Pero si las únicas aves que se veían era alguna urraca de vez en cuando!

Me preocupa la demencia de tu abuela, cada vez va a peor.

Mamá, por favor, que tiene 93 años, ¿Qué más te da que diga que revolotean grullas o que los árboles no tienen hojas?

Pues que veía una realidad que no parecía ser la de los demás y no había manera de hacerle entrar en razón. Cuando la abuela María estaba en el balcón siempre decía que hacía frío, que los árboles se habían quedado desnudos y las grullas huían porque en esta zona ya no se podía vivir. Siempre la misma discusión, incluso cuando el sol parecía que iba a quemar las hojas con su luz o el calor hacía imposible permanecer más de 10 minutos en el exterior.

Que no, abuela, que yo ya acabé la carrera y la que vive en Cádiz es tu sobrina Ana, no yo, yo soy tu nieta Valeria, la de Santander- respondía sin ganas Valeria a las preguntas sin sentido de su abuela.

¿Y cómo se te ocurre venir con el frío que hace? No has visto cómo está el cielo. Son las cuatro de la tarde y ya se va a dormir el sol. Aquí no se puede estar- decía María sin hacer caso a lo que respondía una nieta que ya no conocía.

A 38º una tarde de agosto, pues otra vez lo mismo. Pero mientras ellas mantenían esa -inservible- conversación,  Alicia solo podía pensar en cómo organizarse para hacer la cena, (dos platos diferentes para cada una), recoger la mesa, duchar a la abuela y hacer que los últimos 5 minutos del día, su hija estuviera dispuesta a quedarse a hablar un rato en el jardín, mientras tomaban el aire.

La próxima vez que venga, traeré a Carla. A la abuela le hará ilusión verla.

¿Pero en qué mundo vivía? ¿Cómo le iba a hacer ilusión si no sabía quién era? Además, la abuela María siempre había sido muy dura en la educación tanto de sus hijos como de sus nietos. Siempre estricta, sin despeinarse ni un poco. Alicia solo recordaba una vez que le había dado un abrazo, y no fue, para nada, largo.

Ella,con su nieta Carla, sin embargo, no era así. Iba a visitarla a Santander siempre que podía. Es verdad que no era muy a menudo porque no era fácil conseguir que alguien cuidara de la abuela, pero cuando Carla veía a Alicia esperándole en la puerta del colegio para ir a merendar juntas al Café Botánico, se le iluminaba la mirada. Su madre, la abuela María, nunca hizo eso, ni con sus hijos, ni mucho menos con sus nietos.

En lugar de este testimonio interno, se limitó a decirle a su hija un “sí, estaría genial que viniera Carla”.

Al día siguiente, la situación no mejoró, ni mucho menos. La abuela María había estado toda la noche pidiendo vasos de agua, queriendo levantarse, diciendo que tenía frío, luego que las sábanas no eran las de siempre, las de franela que le gustaban a ella. Había sido imposible dormir.

Valeria había intentado ayudar a su madre en lo que podía, pero, siendo sinceros, había molestado más que cualquier otra cosa. No sabía ni dónde estaban los vasos de agua, mucho menos las medicinas o los caramelos que siempre tomaba María. Además, por la mañana temprano, ella tenía que seguir el viaje hacia Calpe, donde le esperaban su marido y su hija, que ya llevaban varios días de vacaciones.

A la vuelta, le diré a Diego que paremos aquí y así ves a la niña. A ver si para la siguiente escapada a la playa, encontramos a alguien que pueda quedarse con la abuela… Así te vienes y te distraes un poco.

No te preocupes, hija, si a mí ir a la playa con este calor… tampoco me apetece mucho. Aquí estoy bien.

Pero la prometida visita de Valeria se adelantó. La abuela María un día dijo que hasta aquí y tras una tediosa visita al hospital donde poco pudieron hacer, dejó de respirar.

Las lágrimas no cesaban sobre el rostro de Valeria, pero lo que más le dolía era que, en el fondo, sentía una ácida calma porque su madre, por fin, iba a poder descansar.

Sube arriba y dale un abrazo a la yaya- le dijo Valeria a Carla.

Era 4 de septiembre, pero, al ver a Carla en tirantes, Alicia se escandalizó, ¡Con el frío que hacía!

Cogió cariñosamente en brazos a su nieta, aunque, cada vez, notaba que le costaba más. Carla había crecido, pensó. -¡Mira! Es la primera vez que veo tantas grullas juntas.-le dijo a su nieta-  Eso es que se acerca el invierno, así que haz el favor de ponerte esta chaqueta.

Pero mamá, ¡qué se va a morir de calor! Y ya me dejarás esos prismáticos para ver las grullas, supongo… - exclamó contrariada Valeria

Alicia cada vez veía el paisaje más gris y los árboles con menos hojas. Muchas menos que ayer. Exactamente como le pasaba a su madre. Las hojas ya no eran verdes, porque hasta el más verde tallo, un día se convierte en paja.

* Graduada en Periodismo por la Universidad Carlos III de Madrid y especializada en la producción de documentales y reportajes transmedia. Es columnista en Diario de Teruel y, aunque ha trabajado en varios medios, ahora se dedica al periodismo de agencias.