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Aurelio Aurelio

Aurelio

El Espejo de Tinta, por Javier Lizaga

Por Javier Lizaga

Mis años de Universidad y escuela se resumen en dos frases. Don Ángel, como le decíamos, nos provocó antes de empezar a dar las proposiones adverbiales: “¿veis todos los que estáis aquí en clase? En diez años, dos o tres estarán muertos”. Creo que era su venganza porque éramos cuarenta y pico en cada aula y era imposible dar clase. Hablábamos por los codos, nos despistábamos y hacíamos ruidos sin parar…antes hubiera dicho que éramos unos cabrones, ahora simplemente pienso que era lo normal. La otra nos la dejó el profesor de sociología en el último día de sus clases: “no os bajéis nunca los pantalones, sólo será el camino para repetirlo”. Era una filosofía vital y laboral: no dejarte joder, porque te van a querer joder a diario. 

En cierto modo, creo que más que un proceso de maduración, era un proceso de endurecimiento. En términos de fruta, creo que los melocotones son más sabrosos cuanto más duro y seco es el verano. Otras versiones aseguran que el estres hídrico hace que los frutos se queden pequeños. Eso también pasaba en mi clase. Algunos se quedaron en el camino, a nadie le importaba mucho que acabaran fuera de la escuela, más bien existía, quizá por las clases saturadas, esa impresión de que sobrabas. Y no querías ser tú. La otra solución era currar hasta que se hacía de noche, que era cuando llegaba tu padre. Y no hablaba maravillas precisamente. “Chaval, espabíla”, era su resumen. 

Yo realmente quería salir de allí. Pensaba que un día nos harían un test de inteligencia y me piraría de ese colegio, incluso de esa vida. Soñaba con ir a un cole donde los profesores te escucharan, donde había experimentos y resolvías sumas kilométricas de pizarras llenas. Habría debates profundos en clase y todos los días te ofrecerían libros nuevos y trepidantes. Como los que leía cuando todos se habían dormido, con una linterna a veces, debajo de la manta. Quería ser diferente, quería marcharme de allí. 

Por eso todavía más me sorprende llevar unos días pensando en Aurelio. Entiendo que hay quienes te cambian la vida sin saberlo, no digo ellos, digo que no te enteras ni tú. Aurelio era pelirrojo lo que en un cole de curas ya te deja señalado, te ha caído la broma del demonio. Era un poco cabrón pero he olvidado sus fechorías. Lo máximo cuando en unos campamentos le pintó con cera negra la cara a Juan, uno de mis colegas de entonces. Después de lavarse la cara siete veces, Juan sólo consiguió que el negro deviniera en un verde moco que le hizo ser “el marciano” durante los cuatro días siguientes. Tampoco sería justo atribuirle el error en la elección de materiales a Aurelio. Realmente estábamos en pleno campeonato de disfraces y no había otra cosa.

Lo que sí es cierto es que Aurelio nunca tenía todos los deberes hechos, nunca lo comprendía todo, nunca era tampoco el más atento de la clase. Lo recuerdo mal sentado, con los pies cruzados, una falta de respeto, decían los curas, inadmisible. Entonces se giraba hacia nosotros riéndose por lo bajinis, en esos minutos de gloria del héroe que sabe que se va a comer un castigo ejemplar e injusto. El héroe o el mártir, depende de quien escriba el relato, o el gilipollas, supongo que dirían sus padres. El caso es que esos campamentos en los que acabé odiando la mortadela, merienda durante 15 días, y las galletas maría, único dulce para desayunar, él fue mi ejemplo y mi compañero de mesa. Se adaptaba, se reía y era más fuerte que todo aquello. Cuando a mí sólo me entraban ganas de llorar y de volverme a casa. Desayunar sin el bizcocho de mi madre era un golpe que no esperaba.

Supongo que después de aquello empezamos a hacer migas, por contiguidad. El raro y el malo. Y supongo que nadie lo imaginaba. La prueba fue nuestro golpe maestro. La verdad es que Marcos nos lo puso a huevo. Recien llegado, contestón, madrileño y del Atlético de Madrid. Era carne de cañón. La idea fue mía. En pleno fragor del partidillo del recreo, me quité la sudadera y al ir a dejarla junto al poste me percaté de la mochila abierta del novato. Cogí su libro de Naturales y le hice un gesto a Aurelio que pasaba de todo, hasta de sudar con cuatro niñatos. “¿Le rallamos el libro a éste o qué?”. Ni respondió. Sonrió y se lo escondió debajo del jersey mientras salía de la escena del crimen. A donde volvió pocos minutos después, tras un lapso de libertad creativa en los lavabos. 

“¿Quién coño ha hecho esto?” La interjección “coño” bien situada para enfatizar no ayudaba a confesar las culpas. Común en el patio, en una frase de un maestro quería decir que te iba a caer una buena. Despacho del director y castigo, quizá guantazo, en casa. Pero la pregunta estaba en el aire, Marquitos sorbiendo mocos y lloriqueando en el estrado de la pizarra y el profesor ojeando el libro a su lado, y subiendo decibélios. La verdad que uno nunca piensa que la fiesta empieza tan pronto. Acabábamos de volver del recreo y los acontecimientos se habían desencadenado a una velocidad de la luz. “Si no sale el culpable, lo pagaremos entre todos. El libro y el castigo también será para todos”. 

En ese momento le ví flojear. No me lo podía creer. Aurelio, el astuto, el sinvergüenza y admirado, estaba a punto de confesar la culpa. Se lo ví en los ojos. Fueron segundos pero justos para que cual rambla viera claramente que me iba a despeñar con él. Automáticamente el profesor se daría cuenta de que alguien había cogido y dejado el libro en la maleta de Marcos. Yo era el cooperador necesario. Mi no fama, mi capacidad de pasar desapercibido e incluso de estar asimilado al grupo de los empollones, en tanto “rarito”, se iba a la mierda. Entonces fue cuando sucedió. Le miré fijamente. Le puse cara de “El Padrino”, sin conocer a Al Pacino, ni a Brando. Moví ligeramente la cabeza negando y le volví a mirar con cara de amenaza. Y pasaron minutos que parecían horas. E incluso pensé que todos habían visto mis gestos. Incluso pensé después que claudicaría cuando el maestro le interpeló directamente: “¿Aurelio, has sido tú?”. Pero no. No confesó. 

El sinvergüenza salvó al rarito. El rarito aprendió que podía ser un matón. Marcos estudió con un libro pinturrujeado y yo me olvide de todo esto. Ni siquiera volví a hablarlo con Aurelio. Tampoco me dio tiempo porque a los años, cuando yo andaba en la universidad, Aurelio entró en la cárcel y lo mataron al darle una dosis excesiva de metadona. Pensé entonces en lo cerca que estuvieron los caminos. En que ese día el malo fui yo. En que las cosas nunca son cómo parecen. Y pienso que Aurelio me enseñó más que muchos maestros.