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El Hueso Rodríguez El Hueso Rodríguez
Nacho navarro. El autor vive en Teruel, miembro fundador de la Sociedad Fotográfica Turolense, trabajó de fotógrafo en Diario 16 Aragon, El día de Aragón y agencia EFE actualmente trabaja como gerente en el Cine Maravillas de Teruel

El Hueso Rodríguez

El Espejo de Tinta, por Domingo Villar

Por Domingo Villar

Me llaman el Hueso Rodríguez. Bueno, me llaman el Hueso, aunque no siempre me llamaron así. Rodríguez me apellido porque es como se apellidaba mi papá, que era un hombre grande y bueno, me decía siempre mi madre, que se había vuelto a Galicia poco antes de nacer yo para ir a buscar más plata y comprarnos una casa grande con jardín.

La nuestra, donde yo nací, estaba en la calle Gibson, en el barrio de Boedo, a cinco cuadras del Gasómetro. El Gasómetro de verdad, el viejo, donde el glorioso San Lorenzo de Almagro del Terceto de Oro deslumbró al mundo. 

Aquella cancha era como mi barrio: guerra y poesía. Luego la derribaron, arrancándole el corazón a Boedo, y se la llevaron a la avenida Perito Moreno. La llamaron también gasómetro, más por superstición que por otro motivo, supongo, porque en la nueva ya no había depósitos de gas en las plateas, como en la vieja. 

Yo no llegué a ver jugar a aquel equipo glorioso. El del Terceto de Oro, digo. Ni mis amigos tampoco. No teníamos la plata ni la edad para ir al fútbol, pero todos crecimos sabiendo de memoria aquel once triunfal: Blazina; Vanzini y Basso; Zubieta, Grecco y Colombo; Imbelloni, Farro, Pontoni, Martino y Silva. 

No los habíamos visto, pero era nuestros héroes. Los maestros tampoco habían visto a Belgrano, a Mitre ni a San Martín y no por ello dejaban de ser sus héroes y los héroes de todos. Los pibes de Boedo crecimos sabiendo que éramos tipos con suerte: además de los de todos, teníamos nuestros once héroes particulares. 

Había otros héroes en Boedo. A ocho o nueve cuadras vivía el Chusco Figueroa. Era gallego, como casi todos los que vivíamos allí. Los sábados tocaba el piano con Titi Rossi, el de “Azúcar, pimienta y sal”. El Chusco era un héroe porque ponía a las muchachas más lindas a bailar.

Muchos sábados aparcábamos la pelota y nos acercábamos a la puerta del Café Dante para verlas. Algunas salían a la calle todavía bailando, como si para ellas la música nunca dejara de sonar. 

Un día, Leandro Muros, me hizo elegir entre las piernas de una de aquellas muchachas de la acera o las de René Pontoni llegando al área con la pelota cosida al pie. Estuve cavilando un poco pero luego lo cagué a trompadas. ¿Quién era Leandro para obligarme a renunciar a alguna de las cosas hermosas que de a poco nos regala la vida?

También era de Boedo Leónidas Bartletta, aunque este no sé bien donde vivía. Bartletta escribía piezas de teatro y era el héroe particular de mi mamá. Tenía una corbata de lazo verde y zapatos sin cordón. Caminaba muy estirado, moviendo la cabeza arriba y abajo como hacen los pájaros al beber.

Mi mamá limpiaba. Limpiaba todo lo que se le ponía al alcance. A mí me fregaba bien duro las rodillas y los codos con agua y jabón todas las tardes, al volver del potrero. A partir de octubre, era peor. Decía que el calor despertaba la fauna menuda y todas las mañanas machacaba ajo con limón y me lo frotaba por la cabeza para mantener a distancia los piojos.

El olor también mantenía a distancia a los otros niños que me preguntaban por qué me vertían salsa para ir al colegio y me llamaban choripán. 

A mí tampoco me gustaba el olor del emplasto, pero mamá decía que debíamos estar siempre bien limpios por si aquel era el día que regresaba papá. 

Una noche, cuando tenía once años, soñé que papá volvía y me llevaba a ver al Ciclón. Así que por la mañana me escapé del colegio, bajé por Inclán, seguí por Pavón y tomé la avenida Juan de Garay hasta el puerto. Más de dos horas me llevó el paseo. Luego me senté, con las piernas colgando sobre el río, todo el día a esperar su barco.

Por la tarde se me acercó un hombre de uniforme a preguntarme qué hacía allí, y le expliqué que había bajado caminando desde Boedo para recibir a mi padre, que llegaba ese día de Galicia con la plata para la casa nueva. Se felicitó por nuestro encuentro: recién habían atracado dos barcos llegados de España y se ofreció a acompañarme a averiguar en cuál de ellos había venido mi papá. 

Entré con él en su caseta a buscar el listado de los pasajeros y de aquel día y los siguientes ya no recuerdo nada. O no lo quiero recordar.

Mi papá no vino, claro, y yo pasé dos semanas dormido en el hospital después de que me liberaran. Las cuerdas con las que el hombre me había atado a la cama estaban tan apretadas que dejaron surcos en mi carne. En un tobillo dicen que asomaba el hueso.

Nunca más me llamaron Choripán.