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El último sorbo El último sorbo
Silvia Lorenzo. Licenciada en la primera promoción de Bellas Artes de Teruel, especializada en Fotografía de Reportaje. Entusiasta de la artesanía y el entorno rural

* Por Elisa Alegre

Nadie se movía. Daba la sensación de que ni siquiera respiraban, como si aquella escena cotidiana, que se había repetido durante años sin sobresaltos, urgencias o sorpresas hubiera quedado congelada en un cuadro propio de la luz dramática de Caravaggio, pero atrapando una realidad distópica para el tiempo medieval del autor milanés. Hasta las manecillas del reloj de uno de los cuatro ocupantes de aquella mesa parecían haberse detenido. Eran viejos conocidos, compañeros que no amigos, tras años de partida, tertulia y café. Pero aquellas palabras, cinco palabras, del más joven de aquella mesa habían quebrado la rutina.

-He envenenado una de las bebidas

Las miradas de los otros tres jugadores permanecían fijas sobre Daniel después de que hubiera hecho ese anuncio con una tranquilidad que contrastaba con el fondo del asunto. Ninguno pensó que era una broma porque nadie se rió. Tampoco hubo preguntas ni aspavientos. Esperaron, como el que estudia la partida y piensa cuál será la mejor jugada con la mano repartida. A eso se dedicaban en esas horas de cada día en los últimos cinco años, los de su jubilación compartida sin sobresaltos hasta entonces.

Tras aquellos minutos de respiración contenida, Carlos advirtió que todos habían vaciado sus vasos. Todos menos Daniel, que apuró entonces los dos dedos de poleo que le quedaban.

Todos los vasos estaban ahora vacíos.

El tapete estaba sobre la mesa pero nadie pensaba en repartir las cartas para la siguiente mano. Ya no importaba qué pareja tenía posibilidades de ganar el coto de guiñote y por tanto se libraba de pagar la consumición de aquel día. Aquella sería la más cara de todas las rondas.

Mientras se cruzaban las miradas inquietas de los jugadores, Daniel se levantó tranquilamente, cogió el mechero que estaba sobre la mesa y pidió un descanso para salir a fumar.

-Ya sabes que no deberías fumar, te lo digo siempre. Acabará matándote -le dijo Luis como cada día, en esa rutina que hoy pesaba.

Parece que nadie quería hacer referencia a lo que había pasado. Hasta que intervino Pedro, el más mayor de todos, que aprovechó que Daniel ya estaba a las puertas del local fumando para poner sobre la mesa lo que había quedado en el aire.

-Creo que no hablaba en serio. Parece una broma sin ninguna gracia pero igual es para vengarse de tí por ser tan pesado con lo del tabaco -le reprocha a Luis.

-Ahora va a ser culpa mía que le salga el humor negro a estas alturas a Daniel.

-Reparte la mano que estamos empatados y quiero terminar que me tengo que bajar a regar al huerto -refunfuña malhumorado Carlos.

Justo cuando volvían a viajar las cartas por el mantel vuelve Daniel a ocupar su silla, superado el paréntesis del cigarro, y trayendo con él ese olor a humo y rancio que hoy era especialmente perturbador, que ahogaba un a poco a todos.

Y mientras cogían sus cartas y juntaban en sus manos copas con copas, bastos con bastos, oros con oros y espadas junto a espadas, Luis quiso quitarle un poco de hierro a la situación:

-A mí no me viene nada bien morir envenenado ahora que Dolores se ha jubilado y podemos irnos por fin a Benidorm, aprovechando los viajes del Inserso.

Carlos levantó la vista y miró de soslayo al que acababa de intervenir y dijo a modo de respuesta:

-Podrás porque no tienes nietos que cuidar, nosotros estamos a piñón fijo con los nietos y si no pudiéramos cuidarlos a ver qué iban a hacer mis hijos. Son todavía muy pequeños para darse vida.

Pedro levantó entonces la vista de las cartas y miró fijamente a Daniel para preguntarle:

-¿Me has envenenado a mí? ¿Lo has hecho porque soy el más mayor de todos y no tengo mujer, hijos ni nietos? ¿Merezco vivir menos que los demás?

El resto fijaron entonces la vista en Daniel, que parecía afanado en juntar, separar y volver a juntar las cartas, sin quitar la vista de ellas, como si realmente lo más importante en ese momento fuera quien llevaba las cartas ganadoras. Y entonces levantó la vista y posó su mirada durante unos segundos en cada uno de ellos. En los ojos de sus compañeros vio algo que hacía tiempo que no atisbaba. Vio miedo, incertidumbre, preguntas y anhelos, pero sobre todo vio la chispa de la vida que ninguno quería dejar, de quien se agarra al tiempo que todavía le queda, y que súbitamente había cobrado un valor que parecía que habían olvidado.

Había desaparecido de sus miradas la neblina de la rutina y la pesadez del ocaso de la vida en quienes no tienen la ilusión de un futuro largo y abierto a muchas posibilidades. Ahora veía ilusión y deseo por unos años más para hacer aquellas cosas que habían dejado para mañana: la playa que les esperaba, disfrutar de los nietos olvidando al menos por un día que era una obligación, la satisfacción de ver crecer las plantas del huerto como la vida que salía de sus manos.

Y tras unos minutos que para todos fueron más largos de lo que marcaba el reloj, Daniel dijo con voz tranquila:

-Tendréis que buscar un nuevo jugador de guiñote, igual ya para mañana mismo.

Cogió aire y lo soltó con intensidad porque el anuncio requería para él un esfuerzo.

-Al final sí que parece que acabará matándome el tabaco. Me han diagnosticado un cáncer de pulmón de esos en los que ya no se puede hacer gran cosa, y a mi edad tampoco tengo ganas de sufrir con tratamientos que no te van a llevar a ningún sitio. Así que he decidido que el momento de mi muerte lo marco yo, no la enfermedad. No voy a daros un discurso, no es lo mío, solo quiero que penséis en qué queréis aprovechar el tiempo que os queda. El reloj siempre corre. Siempre.

*Periodista. He trabajado tanto en comunicación institucional en el Gobierno de Aragón y la Diputación de Teruel como para medios de comunicación como DIARIO DE TERUEL, la agencia Efe, Aragón Radio o eldiario.es. Siempre escribiendo.