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Texto de Angélica Morales / Ilustración de José Manuel Ubé

Detrás de esa puerta estaban los trastos viejos. Allí nacían gatitos que luego alguien metía en un saco y se lo cargaba al hombro para golpearlos con furia en algún lugar. Eso lo supe más tarde. También guardaba la abuela las bombonas de butano. Cuando nos duchábamos y se acababa el gas, debíamos salir descalzos y atravesar el patio sorteando las piedras, abrir la puerta de ese trastero y cargar con la bombona luchando con la toalla para que no se cayera y nos dejara como Dios nos trajo al mundo. El mundo de mis abuelos era esa casa sin lucir. Ese trastero que tenía el techo de paja por donde se colaba la lluvia. Allí iban guardando mis juguetes, muñecas con el sexo mordido por los años, una frutería, un lavaplatos, una cocinita, Rosaura, la muñeca de las trenzas gigantes que era más alta y más lista que yo. Me decía mi tía Chon, no entres allí y yo no entraba. Siempre he sido obediente. No me dejaban tirarme por el tobogán como al resto de los niños porque mi tía tenía miedo a que me sucediera algo, que me diera un golpe y me quedara coja como ella. Por eso en el parque me sentaba en un banquito y veía a los niños jugar. Mis ojos perdidos en la herida del aire, en ese cielo tan perverso de Valencia, en ese mar que se escapaba de las manos. Pero yo sentadita sobre un pañuelo blanco, con las manitas quietas. Sin embargo, una vez, cuando mi tía no miraba, me acerqué al tobogán y lo toqué con cierto temor, subí un par de escaleras pero me dio miedo. Luego veía como las niñas se contorsionaban en aquellos arcos de hierro donde se dejaban colgar como si fuesen monos de zoo. Se les veía las bragas y el pelo tocaba la arena. Entonces escuchaba su cacareo infantil y sentía un vacío en mi estómago, pensaba que si se caían y perdían el equilibrio podían morir, romperse el cuello, quedarse cojitas para siempre. Por eso buscaba con desesperación la mano de mi tía. Ella, a cambio de mi rectitud, me ofrecía un bollito relleno de chocolate. Aprendí a mirar la vida desde la distancia, a no participar del riesgo. Aprendí a meterme en la cabeza de los otros y en el silencio de una idea, subirme con ellos a un tobogán mientras permanecía tan quieta. Cuando llegaba a casa me preguntaban ¿qué tal te lo has pasado? Yo decía que bien y, en mi cuarto, a solas, pensaba en las bragas sucias de las niñas que contorsionaban sus cuerpos, en el ladrido de los perros cerca de sus cabellos azules. Pensaba que algún día el mar vendría a mis manos y podría meterlo en el bollito y en el chocolate y comérmelo de un solo bocado para que se me quedara dentro la risa de todos sus muertos. Aprendí a decir su nombre desde muy niña: La señora Máxima, con todas las letras. Flaca, con la piel curtida por el sol y las arrugas, un pellejo que amenazaba con romperse pero nunca lo hacía. La señora Máxima era nuestra vecina, nuestra amiga, era una madre más, una abuela más. Lo era todo. Era el barrio y la cuesta sin asfaltar y las casas de adobe y la motocicleta de mi abuelo Antonio y los cigarrillos y la cacerola puesta a hervir sobre una estufa de leña. Pequeña, como todas las mujeres importantes, con el pelo largo y escaso, de un blanco muy sucio, atado siempre en un moño. La señora Máxima hacía buenas migas con mi abuela. Y llevaba un bolso antiguo y muy feo para las grandes ocasiones. Las grandes ocasiones consistían en ir a misa los domingos y estar presentable en las fiestas del barrio. El color negro se le escapaba de lo flaca que era. Un trazo en el aire, una sombra que pasaba de puntillas, sin molestar. También estaba sorda pero daba lo mismo, te miraba desde dentro y te leía los labios. No obstante solía contestar mucho tiempo después, cuando ya habían sucedido las cosas, ya fuera un drama o el acontecimiento más tonto. Decía: “Hija, la vida es así y toca joderse”, o “pues eso no me lo figuraba yo, ay”, o “recoñe, eres más vieja que yo. Ve con tus amigas que aquí no haces falta. ¿No ves que solo tengo que pelar borraja? Ande vas tú, criatura”. Y yo pegada a sus faldas, siempre, siempre, a ese color negro que se lavaba en contadas ocasiones. Porque la higiene antes era otra cosa. Una vez a la semana, “una vez cuando me acuerde, muchacha, anda de ahí, rediós tanto restregarse”. Si aquellas mujeres se hubieran lavado tanto como nosotras habrían perdido su historia, su acento, su tristeza, ese olor a tragedia acostumbrada. Hubieran perdido las tardes de verano con las manos entrelazadas, haciendo puñetas sobre el mandil, y el sudor a tierra, claro. Habrían perdido la casa levantada con los escombros de otra casa, sin pintar, con humedades. Hubieran perdido los hijos que ya estaban tan lejos como si estuvieran en la Antártida a pesar de que vivían cerca. A la señora Máxima le nació una flor tardía que se agarraba a su falda, una niña gordita y de pelo revuelto que habló antes de venir al mundo. “Mira que hablas, rejoder. Eres un no parar”, me decía.  Y yo muy prieta, estrujando su vestido negro con mis manitas, deseando despertar para correr cuesta arriba y llamar a la puerta de la señora Máxima. Esa casa pequeña, como un cuento en la que solo cabíamos las dos, una frente a otra, el fuego sin parar de rugir, la borraja poniéndose negra en una palangana azul. Luego salíamos y nos sentábamos en un poyete a ver pasar las nubes. De vez en cuando venía mi abuela y me decía; “anda pa casa, deja de dar mal”. Y eso se me quedaba clavado muy dentro y se me hacía un nudo de invierno en la garganta porque la señora Máxima para mí era un hada o una brujita buena y tenía que quererme mucho y nada ni nadie nos podía separar ya que, mientras la borraja se ponía a hervir, nosotras pronunciábamos un hechizo en completo silencio. Las dos. Las dos viejas del poyete. La niña de muslos gruesos y la mujer pequeña que sabía sacarle punta a los cuchillos. Cuánto la quise sin querer quererla, sin saber que me ensanchaba a cada rato el corazón. Nunca me dio un abrazo. “Anda pallá”, decía. “Mira que te espanto como a una mosca ambulante”. Su amor nunca estuvo en mí. Ni un abrazo. Ni un retorcer mis carrillos. Nada. “Recoñe con la niña esta”, decía agitando las manos. “¿Qué he de hacer para quedarme sola?” Y yo entendía su sutil lenguaje. Se trataba de un mensaje cifrado. En realidad esto es lo que la señora Máxima quería comunicarme: Niña mía de mis entrañas, te quiero a rabiar, palomica de mi alma, te voy a comer un día con patatas, como la borraja. Solo entonces lograba dormirme, y en la punta del sueño, descalza y con el alma en pie, me ponía a esperar a que la señora Máxima llegara a lomos de su escoba preferida para decirme: “Sube, animala mía, que nos vamos a Moscú”.

*Angélica Morales
Teruel, 1970. Poeta y narradora. Ha recibido numerosos premios de poesía, entre los últimos el Vicente Núñez, de Córdoba. Su último poemario publicado es #MedeaHaVuelto (Pregunta Ediciones) y acaba de publicar su primera novela policíaca Tú serás la siguiente (Amazon) que transcurre en el Pirineo oscense.
*José Manuel Ubé
Teruel, 1965. Artista y bibliotecario. Su obra se centra en las técnicas del collage y el arte digital.