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La chica de los tacones rojos La chica de los tacones rojos

La chica de los tacones rojos

Relato de Elisa Alegre Saura / Fotografía de Sonsoles Valdivia Salas

Abrió los ojos y no reconocía nada. Ni las hierbas de su alrededor, ni las piedras ni la silueta de las casas a lo lejos. Nada. Volvió a dejar caer los párpados, más lentamente esta vez. Respiró hondo y volvió a enfocar la vista a su alrededor. Nada. Su pulso se aceleró cuando se dio cuenta de que tampoco veía sus manos como propias, ni sus piernas, ni esos tacones que le hicieron trastabillar cuando se puso en pie para alejarse de allí y buscar algo que le permitiera anclarse al mundo. De nada le sirvió, y tampoco encontró nada familiar cuando se llevo las manos a la cara, al pelo, al pecho… No recordaba que estuvieran allí esos pechos. ¿Quién era? ¿Dónde se había despertado? Estaba claro que no iba a encontrar respuestas allí de pie en medio de ninguna parte, así que comenzó a andar en dirección a aquel grupo de casas, un pueblo parecía, en el que esperaba encontrar a alguien, algo... Caminó y caminó hasta comenzar a transitar por calles estrechas, formadas por casas de ventanas cerradas y donde el silencio animaba más su miedo. Anduvo por aquel entramado de vida escasa hasta encontrar a un hombre, de rostro ajado por el tiempo, de paso lento. Le gritó pidiendo ayuda pero el anciano parecía no oír sus palabras. Se puso frente a él, hizo aspavientos y quiso zarandearlo, pero no pudo siquiera tocarle. Y una idea empezó a formarse en su cabeza. Una idea de película, de ciencia ficción, de terror, de pesadilla y corrió como pudo con aquellos tacones hasta llegar a un río que bajaba furioso. Y ese río sí, ese río sí que le resultó familiar, frío pero cercano.

Entonces escuchó un grito desgarrador, una llamada desesperada pidiendo ayuda que pugnaba por escucharse por encima del furor del agua. Allí vio el origen del grito angustioso, justo debajo del puente del Letrado. ¿Cómo sabía el nombre? Se preguntó por un momento, un instante fugaz, porque el grito de ayuda reclamaba su atención. Alguien se agarraba a duras penas a un tronco para evitar ser arrastrado por la fuerza del agua pero no parecía haber nadie para escucharle. Echó a correr para llegar hasta el joven que apuraba sus últimas fuerzas, y se zambulló en el agua con una naturalidad y fuerza que le permitió llegar en apenas segundos hasta el joven, cuando este ya cerraba los ojos para rendirse ante la desesperación. Consiguió asirle con una fuerza que no reconocía propia y bucear con él sobre su espalda sin aparente esfuerzo hasta llegar a la orilla. No sabía cómo lo había hecho y confusa su mente por lo vivido, todavía tardó un poco en reparar en la persona que acababa de salvar y que permanecía inconsciente a su lado en la orilla. Ese pelo, esas manos, esa pecas diminutas en el entorno de la nariz que se dejaban entrever a pesar de que estaba tumbado parcialmente boca abajo… eso sí le resultaba más que cercano. Era familiar, era familia. Cuando el chico comenzó a recobrar poco a poco el sentido y quiso incorporarse …. Reconocería esos ojos en cualquier sitio. Le miraban con interés e inquietud cuando por las noches le contaba historias de miedo. Y con admiración cada vez que atendía sus explicaciones de hermano mayor. Pero ahora no le miraba. Su hermano Andrés estaba allí, frente a él, pero no le veía. Y entonces volvió su mirada al río y comenzó a gritar su nombre.

- ¡Carlos! ¡Carlos! ¿Dónde estas? ¡Que alguien me ayude! Ha caído al río ¡Socorro!

- ¡Estoy aquí Andrés, justo delante de ti!

Pero Andrés no le veía y seguía gritando desesperado, mirando a todos los lados, buscándole sin encontrarle.

- ¡Mírame Andrés! ¿No me ves?

No, no le veía, y aunque lo hubiera hecho ¿cómo iba a reconocerle si no lo hacía ni él mismo? Entonces volvió la vista de nuevo a esas piernas que no eran suyas, a esas manos que no podían tocar, a un pelo que no notaba mojado a pesar de haberse sumergido en el río para salvar a su hermano. Cerró los ojos de nuevo para tocar esa cara y poder reconocerla. No era la suya, pero ahora comenzó a descubrir los rasgos que percibían las yemas de sus dedos. Al principio dudó, porque aquello era tan increíble… tan increíble como todo lo que le estaba pasando aquel día.

Y al abrir los ojos y ver los zapatos de tacón brillantes recordó con claridad la última vez que los había visto.

Siempre había sido la rara del colegio, la nueva. Huérfana de padres, había llegado a vivir con sus tíos a la ciudad y, la verdad, no encontraba su sitio. Rechazada a partes iguales por quienes la temían por la manera que tenía de mirar, de bruja le decían, y por quienes la despreciaban por ser introvertida e independiente, Carlos siempre la defendió, quizás porque era incapaz de permanecer impasible ante las injusticias. Cuando en la fiesta de fin de curso en el centro social los macarras de la clase comenzaron a meterse con ella, de nuevo no se sorprendió. La llamaban con desprecio "la truchita", porque le gustaba pasar horas en el río donde parecía entenderse mejor con los peces que con las personas.

Aquel incidente no hubiera sido muy distinto a otras veces de no ser porque en un momento de la noche, comenzaron a oirse unos gritos que procedían de fuera del salón. Eran de Raquel. Tres de los matones del instituto la habían acorraladado al salir para irse a casa, le habían roto el vestido intentando doblegarla para saciar un apetito sexual que se acrecentaba con su rechazo. Carlos fue el primero en escuchar la llamada de ayuda y en acudir. Gracias a los primeros puñetazos de Carlos, Raquel escapó pero los empujones de tres contra uno acabaron con Carlos en el hospital y los matones en un reformatorio del que no volvieron. Tendido en la cama y sedado para calmar el dolor de las lesiones sufridas, Carlos vio a Raquel por última vez y escuchó unas palabras que ahora cobraban todo el sentido.

- Estoy en deuda contigo y habrá un día que la pagaré porque necesitarás algo que solo yo podría darte. Mi cuerpo será tu herramienta de salvación igual que hoy tú has sido la mía.

Nunca supo si aquello fue real o un sueño porque esa misma noche Raquel desapareció. Encontraron sus zapatos rojos junto al río y la versión oficial es que el agua la arrastró, por accidente o porque ella quiso, y encontró con los peces la paz y el lugar que no consiguió en esta vida.

Tantos años después, en la orilla de aquel mismo río, Carlos cerró los ojos y le agradeció a Raquel el regalo que le había permitido salvar a su hermano. Cuando los volvió a abrir vio a Andrés llamándole desde la orilla, unos metros más arriba. Ahora Carlos contestó, su hermano pudo oírle y acudió a su encuentro para contarle la historia del ángel que le había salvado. Un ángel o una bruja buena de rojos tacones. Quién sabe.

* Elisa Alegre Saura

Periodista de profesión, ha desarrollado su trabajo tanto en información institucional, el Gobierno de Aragón y la Diputación de Teruel, como en diversos medios de comunicación como freelance: Agencia EFE, Diario de Teruel, eldiario.es o Aragón Radio. Con la publicación de este relato de estrena en la ficción.

* Sonsoles Valdivia Salas

Almeriense afincada en Teruel desde 2009 y miembro de la Sociedad Fotográfica Turolense desde 2015, con la que ha colaborado en las últimas ediciones de Teruel Punto Photo y en diversas actividades solidarias. Aficionada a la fotografía que cuenta historias.