La estela de Kafka
* Por David Esteban Andreu
¿Pero qué…? El viento sopla agitando la hierba. ¿Qué coño es esto? ¿Qué pasa aquí?
Dos ojos amarillos, viscosos, observan todo. Dos esferas silenciosas que parpadean y se mueven inquietas.
¿Qué le pasa a mi cuerpo? ¿Qué…?
…
La consciencia choca contra una realidad difícil de digerir. Imposible incluso. La capacidad de comprensión no alcanza. Hace aguas.
El viento aumenta la fuerza de su caricia y sacude todo con más intensidad. El cuerpo responde aferrándose a su apoyo. No son manos. No son brazos. Unas cosas, unos tentáculos alargados que funcionan bien, que reaccionan pegándose a la brizna de hierba como imanes a un cuchillo.
Me… ¡Me muevo! Quiero decir… este cuerpo obedece a mis órdenes.
Una pata se levanta frente al rostro, como demostrando la veracidad de ese último pensamiento, como declarando que, efectivamente, la figura (sea lo que sea esa figura, pertenezca a quien pertenezca) acata y ejecuta los mandatos de la mente que se encierra dentro de ella.
Pero. ¡No puede ser! ¡Esto es imposible!
A esa última afirmación le siguen varios minutos de silencio, de un esfuerzo inmóvil, de empeño en asimilar esa locura.
Después las patas moviéndose, lentamente. Y las antenas también. Y luego un salto que se convierte en un pequeño vuelo y que constata lo que el saltamontes, o mejor dicho, quien lo habita, se estaba temiendo: ese cuerpo le obedece simplemente porque ese es su cuerpo.
Es como aquel libro que me tocó leer en el instituto. El del tío que se despierta convertido en no se qué insecto…
Al pensar en el libro, en la historia que sus páginas relataban, se da cuenta de que conserva todos sus recuerdos. Su cuerpo es otro pero su alma, su cerebro, su mente o como queramos llamarlo, es la suya, la de siempre; sembrada de recuerdos y de experiencias sobre todas las vivencias que alguna vez tuvo.
Pero, ¿cómo ha pasado esto? ¿Cómo he llegado aquí?
Hace memoria para repasar las horas previas. Nada. No recuerda dónde estuvo la víspera. No sabe si es por la tarde o por la mañana. El cielo nublado no le da muchas pistas sobre la hora del día. No recuerda de dónde ha venido, cómo ha llegado hasta allí. Y sin embargo… Sin embargo todo está tan claro. Sabe quién es, dónde vive, cuál es el nombre de su mujer, cuántos años tiene su hijo, los pasos que le cuesta atravesar el pasillo de su casa desde la puerta de entrada hasta el salón… Todos sus conocimientos están ahí, en algún lugar, dentro de ese espacio mínimo que ocupa la que ahora es su cabeza…
Su mujer. Su hijo. ¿Dónde están ahora mismo? ¿Están ahí, con él? ¿Están cerca? ¿Dónde está él mismo?
Vuelve a saltar para contemplar los alrededores. Alto. Muy alto. Buscando ampliar su visión. Pero durante los doce segundos que dura su vuelo no consigue ver nada que le permita reconocer el lugar.
¿Dónde coño estoy?
Recuerda el pasado, así que prueba una estrategia: intenta proyectar hacia el futuro.
¿Qué tenía que hacer hoy? ¿O mañana?
Y descubre que su conciencia también tiene esa información.
Es verdad. Vacaciones. Nos íbamos a la playa. Con toda la familia política.
Por un instante casi siente una punzada de desahogo. Casi puede imaginar la sobremesa eterna con todos ellos. El mismo apartamento de todos los veranos. Los mismos quince días de todos los años. Eternos, soporíferos, calurosos. Las mismas caras. Los mismos chistes. ¡La misma mierda! Su cuñada, adoctrinando con la necesidad de hacer del veganismo la nueva brújula que guíe la vida de todos, que solucione los problemas del planeta. Su suegro, que pasa más tiempo quejándose que despierto. Su suegra, la fanática de la limpieza, de esas que, si las reglas de la convivencia y la civilización no se lo impidieran, te cortarían la mano por dejar la cerveza fuera del posavasos.
Cada año la misma mierda. Tal vez esto no esté tan mal. Si no fuera por la incertidumbre que le corroe ahora mismo…
Su mente vuelve al plan de la quincena. Al apartamento. A las mañanas obligatorias en la playa, ineludibles porque, según su mujer, para dos semanas que estamos todos juntos tienes que hacer el esfuerzo. Todos los años la misma mierda. Y la discusión a la vuelta, y su promesa de que el verano que viene no piensa repetir. Pero llega el verano y toca volver a pasar por el aro. Y más doctrina vegana, y más protestas, y más aspiradora. Este año había estado a punto de librarse. Su matrimonio, a medio paso del divorcio, era la excusa perfecta. ¡Aire, coño! Este año necesitamos aire, respirar un poco. El apartamento nos deja hechos una braga. Es una jodida olla a presión y volvemos de allí tirándonos de los pelos. Este año no puede ser. Si vamos volvemos con los papeles del divorcio en el bolsillo, te lo digo yo. El discurso casi había funcionado. Pero al final la baza maestra, el argumento incontestable: la salud del suegro. Cada vez está más delicado. ¿Quién sabe si este no será el último verano? Y claro, ¿cómo vas a rebatirle eso? ¿Cómo decirle que aunque no lo vayas a volver a ver nunca, prefieres quedarte en casa tocándote las pelotas? ¿Cómo confesarle que quince días viendo la tele y bebiendo cerveza te parecen mejor plan? No sería bonito decirle eso. Así que este año toca volver a repetir.
Bueno… Tocaba. Porque esto, esto que ha ocurrido, sea lo que sea, ha partido en dos el ritmo de la vida. Tal vez no esté tan mal. ¡A la mierda la familia! Y también el trabajo. Se acabó el madrugar, el ver el careto del amargado del jefe. Se acabó la…
–¡Cariño! Cariño. ¡Venga, despierta! Acaba de llamar mi madre. En una hora los recogemos y salimos para la playa. Mi hermana ya está en el apartamento.
*Es maestro de vocación y amante de las letras en sus ratos libres. Su primera publicación fue en el territorio de la poesía, con 49 charcos de tinta, en 2018. Después dio el salto a la novela con la publicación de Nieblas sobre Utara, la primera entrega de la trilogía Palabras bajo el viento de Dugalia, que sería completada con las dos siguientes entregas, Vendrán nuevas primaveras y La oscura noche del alma.