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Relato de Javier Silvestre / Fotografía de Beatriz Sastre

Laura se había mudado hacía poco tiempo a aquel pueblo con sus dos hijas. La pandemia había arruinado su hasta entonces vida feliz en la ciudad. A la falta de trabajo se unió descubrir que su matrimonio se había erosionado demasiado ya. Rota y sin futuro decidió romper con todo y sobrevivir lejos de su anterior vida. Recordaba perfectamente la cara de Clara y María cuando les dijo que hicieran la maleta porque se iban. Solas. Las tres.

Llegaron al pueblo donde Laura había aceptado llevar el bar cuando ya era de noche. El silencio ensordecedor que las recibió le heló la sangre. Todo fueron dudas en ese momento. El silbido de la puerta del autobús cerrándose detrás de ella fue una señal: no había vuelta atrás. Recorrieron una calle vacía hasta llegar a la plaza central. No había un alma. Una luz salía por debajo del portalón de madera de un edificio levantado con grandes bloques de piedra encarado a una sombría iglesia que necesitaba más de una restauración.

Las tres se acercaron a la puerta y Laura picó con los nudillos. Al otro lado de la madera se escuchó cómo alguien arrastraba pesadamente una silla. Y unos pasos. Segundos más tarde la puerta se abrió y tras ella apareció un hombre mayor, con cara cansada pero ojos vivos.

-¿Laura? Te estaba esperando. Adelante… Y vosotras sois, Clara y María, ¿verdad?

Julián era todo en el pueblo. Una especie de alcalde, manitas, conserje y policía. Era la máxima y única autoridad en aquel pueblo que se desangraba desde hacía años. De hecho, había sido él el que había llamado a Laura tras revisar su currículum y su carta escrita a mano pidiendo llevar el club social que otra familia había dejado de la noche a la mañana.

Le daba rabia ver en las noticias que la gente mendigaba por un trabajo y que a él le hubiese costado tanto encontrar a alguien para venir al pueblo a trabajar. Creía que muchos se matarían por venir con un sueldo fijo, alojamiento y escuela para los niños. Pero la realidad es que sólo había recibido tres respuestas. Laura no había trabajado en un bar en la vida pero sintió una punzada en el estómago cuando vio la fotografía que le había enviado junto al currículum.

Laura, Clara y María se instalaron en un piso viejo pero grande, justo encima de donde vivía Julián. Tenían todo lo que necesitaban: muebles, vajilla, sábanas en cada una de las tres habitaciones e incluso una televisión bastante decente pese a ser de las culonas. Las pequeñas llevaron sus maletas a sus cuartos y se encerraron sin decir nada. No les había gustado la loca idea que había tenido su madre. Habían tenido que dejar atrás a sus amigas del colegio, los restaurantes de comida rápida y el bullicio de la gran ciudad justo en el momento en que empezaban a saborear la adolescencia. Un silencio incómodo se instaló entre las tres desde que pisaron su nuevo hogar. el mismo que se percibía en el piso de abajo, donde vivía Julián.

Pronto descubrieron que era un hombre que vivía austeramente. Su casa no tenía apenas muebles. Un viejo sofá de piel granate, una mesa de comedor con dos sillas y una cama. Poco más. Ninguna foto. Ni plantas. Lo poco que tenía de valor, lo guardaba en el Ayuntamiento. Laura no sabía nada de él porque jamás contaba nada de su vida. En el pueblo se habían acostumbrado a no hablar de Julián porque así lo había decidido él mismo décadas atrás. Era el sueldo inmaterial que cobraba por gestionar los temas consistoriales: el silencio.

El club social no daba para mucho, pero Laura podía dar de comer a sus hijas, que seguían enfadadas con la vida que su madre les había obligado a vivir. Se pasaban las horas muertas mirando el móvil, huyendo de aquella prisión en mitad de la nada. Los días corrían lentamente. Parecía que la vida se había detenido para ellas. De las 23 personas que vivían allí durante todo el año, casi todas pasaban el día bien en sus campos, en misa o encerrados en sus casas.

Laura intentaba entretenerse imponiéndose quehaceres diarios. Limpiar los cristales del club, repasar los azulejos de los baños y la cocina, darle barniz al suelo de la casa, reordenar el almacén… Fue justo ahí donde encontró la fotografía que lo cambiaría todo. En unas cajas que tenía un montón de papeles oficiales del Ayuntamiento y que habían ido a parar a la trastienda del club social para oxigenar el archivo del consistorio. Eran expedientes antiguos, que contenían fichas de principios y mediados del siglo XX, con nombres, números y datos personales de todo tipo. Habría, como mínimo un centenar de carpetas.

Como le sobraba el tiempo Laura las ojeó una por una hasta llegar a una en la que se podía leer: Familia Lahoz Moreno. La abrió y fue ahí cuando una foto en blanco y negro cayó sobre sus pies. La recogió y se quedó mirándola durante un buen rato. Era el balcón de su piso y el de Julián. Asomados estaban, en el piso de arriba, un hombre y dos niños. Abajo, una mujer mayor que miraba cabizbaja a la calle. En el reverso había anotada una fecha: 15 de agosto de 1962.

Sin dejar de mirar la foto leyó el informe. Y ahí vio un nombre familiar: Julián. La ficha nombraba a Mario Lahoz Moreno, de 38 años, nacido en Madrid. Y a Ignacio Lahoz Moreno y Julián Lahoz Moreno, de 12 y 8 años respectivamente, nacidos también en Madrid. Así que el pequeñajo de la foto era el hermético Julián. Laura echó cuentas y calculó que ahora tendría 67 años. Pero, ¿dónde estaba el resto de su familia? Y, ¿quién era la señora que aparecía en el balcón de abajo?

Laura decidió guardarse la foto. Quizás ni el propio Julián sabía que estaba allí. Así que cuando dieron las tres de la tarde y pudo cerrar el club social para comer, se dirigió directa a la casa de Julián. Llamó a la puerta y cuando su vecino le abrió se limitó a mostrarle la fotografía mientras le decía: “He encontrado esto en unos papeles del almacén y creí que te gustaría tenerla...” La cara de Julián se transformó. Por primera vez en mucho tiempo notó que se removía algo dentro de aquel hombre misterioso. Levantó la vista hasta encontrarse con los ojos de Laura. Parecía que iba a decir algo pero se limitó a cerrar la puerta lentamente y en silencio.

Laura no sabía si había hecho bien o mal. Subió a su casa. Sus hijas estaban en el balcón mirando el móvil. Y ella se perdió mirando al horizonte durante unos minutos. Julián salió al balcón también. Miró al suelo, abatido. Se apoyó en la estructura de hierro forjado. Aquella foto le había reabierto heridas que creía cicatrizadas ya. Recordó cómo había llegado a aquel pueblo hacía demasiado tiempo ya, cómo su hermano se fue en cuanto cumplió la mayoría de edad y cómo su padre murió poco tiempo después culpabilizándose por haberlos arrastrado junto a él a una vida sin demasiado futuro.

Desde entonces, Julián había entrado en una espiral de aislamiento. Y se había prometido que, mientras le quedasen fuerzas, haría lo imposible por demostrarse a sí mismo que haber acabado en aquel pueblo olvidado tenía un sentido. Que había servido para algo.

Volver a ver esta foto fue una banderilla que le hizo revolverse y abrir los ojos. Quizás por fin había encontrado su misión. Entro de nuevo en su casa, puso la foto con cuidado en el marco del espejo de la entrada. La remiró y abrió la puerta. Subió las escaleras, llamó a la puerta y cuando Laura abrió se limitó a decirle, con los ojos aún empañados: “¿Puedo contarles una larga historia a tus hijas? Para que la historia no se repita…”

* Javier Silvestre

Periodista turolense. Actualmente trabaja en Informativos Telecinco y La Vanguardia. También ha ejercido su carrera profesional en Cuatro, La Sexta y Antena 3 Televisión, Punto Radio y Onda Cero. Autor de la novela La revolución de los ángeles

* Beatriz Sastre

Alcorisa, 1976. Aficionada a la fotograía