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Lázaro Lázaro
Nacho Navarro. Gerente del Cine Maravillas. Gran aficionado a la fotografía

* Por Eduardo Albalat Aguilar

Aquel día se llamaba Mariano Bellido, tratante de ganado.

Nunca olvidaré esa mirada dura, ese rictus contraído. Me había ordenado que le esperase a la salida del pueblo, pero yo no pude evitar quedarme embobado viendo cómo se camelaba al fanfarrón del caliqueño. El tipo examinaba la dentadura del mulo que le había vendido mi abuelo sin imaginarse que, el bicho, unas horas antes, estaba medio muerto, y que una vez se le pasase el efecto del brebaje que le habíamos dado, volvería a estarlo. Cuando el viejo me echó la mirada, salí volando hacia el lugar en que habíamos quedado, no tardó nada en llegar, y tras un pescozón y un “por poco la cagas”, sacó su Mobylette de detrás de los chopos y salimos de allí pitando.

Al morir mis padres el abuelo tuvo que hacerse cargo de mí. Era de oficio guarnicionero. Enviudó joven, y la casa se le caía encima, así que se compró la motillo y se dedicó a ejercer de pueblo en pueblo. La vida nómada y el vino le hacían olvidar. Pero el trabajo iba a menos, y cuando me convertí en otra boca que alimentar, el hombre tuvo que “diversificar” el negocio.

Tenía planta, labia y mundo y no sabía lo que eran ni el miedo ni la vergüenza. Lo mismo arreglaba una cabezana que arrancaba una muela, vendía crecepelo o elixires reconstituyentes. Pese a su edad, aún era capaz de engatusar a alguna viuda con posibles, a las que, tras desaparecer, dejaba con el cuerpo arreglado y la cartilla temblando. Llegamos a hacernos con un alambique y a destilar algún que otro licor, que vendíamos, o que empleaba para preparar sus bálsamos.

En otra ocasión, con una linterna, la Virgen de un belén y un ahumador de colmenas, se montó una aparición mariana que salió hasta en televisión, primero por el hecho en sí y después por el volumen de los donativos que los beatos de la contornada habían realizado, y que desaparecieron del lugar con la Virgen y los “iluminados”. 

Lo pasábamos bien, sacábamos dinero, pero no era una vida fácil. Por razones evidentes, teníamos que cambiar de residencia cada pocos días, además no siempre las cosas salían tan redondas. En la última correría, la viuda a la que embaucó no era tal, y al cornudo en cuestión no le sentó demasiado bien, porque le dio tal palizón al abuelo, que ya no levantó cabeza. Lo enterré a las pocas semanas en un pueblo de Logroño. El jodido se hacía querer y su ausencia se me hacía difícil de llevar.

Sin él, no sabía como seguir, así que, aprovechando la temporada y el sitio, me apunté a la vendimia. No hizo falta más que una campaña para darme cuenta de que eso no era lo mío; poco dinero y dolor de riñones. Así que cogí un bus y me fui a Madrid.

Para un tipo cuya vida había transcurrido de pueblo en pueblo, llegar a Madrid en los primeros ochenta fue una bomba: aquella gente, los pelos, la música, el ambiente. Me zambullí en la noche madrileña y no tardé en adaptarme, ni en darme cuenta de que con tanto vicio, mis recursos mermaban a velocidad de vértigo.

Había que adaptar a la situación las enseñanzas del abuelo y buscar alguna forma de conseguir pasta. Medio en broma, medio en serio, me hice representante de un grupete musical, unos chavales que conocí en un garito. Eran más malos que la quina, pero en el tiempo que llevaba por allí, me di cuenta de que eso no era óbice para triunfar si se le echaba la suficiente jeta, y de eso, yo entendía.

En solo unos meses pasé de representante a manager y a tener 8 ó 10 grupos bajo mi ala. El asunto daba dinero, los chavales no se enteraban ni de lo que cobraban y eso no lo podía desaprovechar. En poco tiempo adquirí cierto renombre y mis contactos fueron subiendo de nivel. No me preguntéis cómo, pero a los tres años de caer en Madrid me había convertido en asesor del Consejero de Cultura. Por razones que no vienen al caso, mis ingresos aumentaron cuantiosamente durante unos años y por esas mismas razones, me tocó salir por patas de Madrid.

Un amigo me habló de que en la costa se estaba construyendo a lo loco, y que si ibas con cash, no era difícil multiplicarlo. Con unos teléfonos en la agenda, dinero y mucho morro, me planté en Benidorm. Efectivamente, el dinero llovía, pero los “amigos” salían como setas, y su mantenimiento era mucho más caro que el de los del Rockola. El abuelo siempre me repetía dos consejos: “Para estos menesteres, nunca salgas a primera fila y nunca vayas a por el montón más grande”. Por primera vez en mi vida lo ignoré.

La vorágine en la que me había metido me llevó hasta Marbella. Mi reacción al llegar fue casi la misma que cuando pasé del pueblo a Madrid en plena movida. En mis círculos, los billetes se movían literalmente en bolsas de basura. Era todo mucho más chusco: ostentación, opulencia e inmediatez. Al final, claro, nos trincaron. El colmo de mi mala suerte fue asociarme con un tipo mucho más listo que yo. En los papeles comprometedores sólo había un nombre y no era el suyo. Al final, unas largas vacaciones con todo pagado en Soto del Real fueron todo lo que me llevé de allí.

Los años a la sombra no me fueron mal. Dejé mis vicios y reflexioné hasta llegar a la conclusión de que no volvería a llevar la vida que me llevó allí.

Al salir, recuperé algo de dinero que guardé en su día por si las moscas, me compré un cochecillo y puse rumbo a mis raíces, al Maestrazgo. Allí encontraría la tranquilidad que buscaba y algo para ir tirando.

Tuvo que ser Dios quien lo puso en mi camino, el pobre tenía el muslo atravesado por una chapa, sabía que se desangraba. Cuando llegué a él, sólo quería que le diese la mano hasta el final. Me contó quién era, dónde iba, y que estaba por primera vez en la zona para incorporarse a su nueva plaza.

Cuando dejó de respirar, saqué su equipaje. Sólo hizo falta darle un pequeño empujón al coche y se hundió en las aguas del pantano.

Y aquí me tienen.

Ahora me llamo mosén Lázaro, párroco de Castelbejal y con su permiso, voy a tocar el tercero, que hoy es San Elifio y el cepillo es de los buenos.


*Soy agricultor, ganadero, medio músico y de vez en cuando escribo cosas que dicen que son chulas. Me encantaría escribir sin presión, pero de momento no me sale.