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Mi primer y último pitillo Mi primer y último pitillo

Mi primer y último pitillo

* Por Kakel Barraca

La primera que vez que lo vi fue hace apenas unos días.  Últimamente olvido muchas cosas, creo haber ido a la compra por la mañana y, a la noche, al abrir la nevera me la encuentro vacía, con una triste botella de leche ya caducada. La pobre nevera pasa más hambre que yo, que muchas noches me voy a la cama con un mísero vaso de agua del grifo para engañar al estómago.

He olvidado también cocinar, total para mí sola, con cualquier cosa me apaño. Con lo buena cocinera que yo era. Que se lo digan a mi Paquito, que cuando nos casamos estaba tan delgado que parecía que siempre estaba de lado. Con esas garrillas que apenas le sostenían. Poco a poco fue cogiendo lustre. Siempre decía que no tenía hambre, pero como le pusieras un plato en la mesa, de lo que fuera, se comía dos.

-Es que está todo tan bueno, palomita- me decía- Cocinas como los ángeles.

Se me olvidan los nombres con mucha facilidad, me doy cuenta de ello, y hasta las caras de las personas más cercanas soy incapaz de reproducirlas. Yo creo que es porque como siempre tengo tanto lío, voy pensando en mis cosas y lo demás se me olvida.

El otro día vino mi hija Lucía y no la reconocí. Recuerdo que le pregunté, ¿Y tú quién eres?, “mamá, soy Lucía”, y porque me dijo mamá, que si no la echo de mi casa a escobazos.

Aquello me hizo pensar, y ahora me lo apunto todo. Tengo mi casa llena de esas pequeñas pegatinas amarillas, cómo se llaman,” posis”, sí, eso me dijo Lucía, que se llamaban “posis”. Allí lo anoto todo. Está mi casa que parece un collage de recordatorios en amarillo. Uno en el sofá “solo para ver la tele, no dormir que luego te duele la espalda”, muchos en el baño, “para la cabeza, para el cuerpo…”. El “posis” de la crema es muy grande y está escrito en mayúsculas “para la piel, no es yogurt”, que una vez me puse malísima, tanto, que acabé en el hospital. Se ve que me la comí, aunque yo no me acuerdo, pero sí recuerdo aquel dolor en la tripa que parecía como si unas manos fuertes estuvieran retorciendo mis entrañas. Le dije al doctor que me había comido un danone caducado, porque como todo se me caduca... Pero luego escuché que le decía a mi hija que me había intoxicado, que no era un yogurt lo que me había comido, sino crema. Qué barbaridad, que no chocheo tanto como para hacer algo así, pero por si acaso, en cuanto llegué a casa lo apunté en letras bien grandes.

La cocina la tengo directamente empapelada con un montón de “posis” repetidos muchas veces en los que está escrito lo mismo, “apaga los fuegos”.  Y en el mueblecito del salón, en las fotos, tengo los nombres de mi familia junto a sus caras. “Ésta soy yo de joven”, “éste es Paquito, ya murió”, “ésta es mi hija Lucía, tiene tres hijos, Miguel, Javi y Nerea”. Que no se me olvidan, pero por si acaso.

Pues resulta que hace unos días no me sentía bien y fui a visitar al doctor, porque me están haciendo no sé qué pruebas, y volví a casa como atontada de tantas cosas que me dijo, que mira que me habla despacio y encima gritando, como si estuviera sorda. A veces pienso que cree que soy una niña pequeña, de verdad lo digo. Entonces fue cuando lo vi por primera vez. Abro la puerta de casa, y ahí estaba Paquito, sentado en su silla de la cocina leyendo el periódico. Me metí un susto que pude ver cómo el alma se me salía por la boca. Pensé que me estaba volviendo loca, pero no de esas locas que pierden la cabeza por el olor a café o a la tierra mojada, como era yo de joven, no, loca de las de verdad, loca de remate.

Decidí ignorarlo, hacer como que no lo había visto, a ver si así se iba de una vez, pero no se iba. Dejó el periódico y me miró con una sonrisa. Y yo le volví la cara, como cuando me enfadaba con él porque volvía tarde del bar. Entonces va y se enciende un cigarrillo, y juro que la casa se me llenó a ese olor a tabaco antiguo. ¡Qué hombre éste! pensé, ni muerto puede dejar el vicio ¡Qué guapo estaba! parecía un pincel. Y entonces le pregunté – Pero Paquito ¿qué haces aquí? ¿No estabas muerto? Y él continuó leyendo el periódico como si nada.

El caso es que me he acostumbrado a su presencia, porque Paquito no se ha ido, sigue en casa conmigo desde entonces. Por la noche, cuando me meto en la cama, pasa un ratito y puedo sentir cómo se acuesta a mi lado. A veces me acaricia el pelo y siento un roce en mis labios como si fuera un beso, igual que hacía todas las noches antes de morirse.

Fíjate que yo pensaba que cuando se murió ya no habría más Paquito, ni en el más aquí ni en el más allá, y eso que en el colegio, que yo estudié en un colegio de monjas, te decían que había una vida eterna, pero yo no imaginaba a mi Paquito sentado allá arriba a la derecha, o a la izquierda, ya no me acuerdo, de Dios. Ahora se sienta a mi lado todos los días, y, oye, que ya no me duelen ni las piernas, ni la espalda ni nada de nada. Antes me sentía muy sola, porque Lucía me llama por teléfono muchas veces, pero venir a casa a verme, no viene. Y es normal, que tiene tres hijos y un vago por marido que le da más faena que esos tres angelitos, que mira que le han salido buenos. El día que venga y vea todos los posis que tengo empapelando la casa se va a quedar de piedra. Por eso los he quitado ya, que no quiero que piense que podía olvidarlos, a ella y a mis nietos.

Ayer pasó Josefina, mi vecina, a la que Paquito no podía ni ver. Decía que era una “alcagüeta”, que se pasaba la vida tras la mirilla de la puerta. En cuanto la vio entrar, Paquito tiró el periódico y echó la silla al suelo. Josefina no podía verlo, yo creo que porque él no quería, pero se me quedó mirando con cara de susto, y yo diciéndole, mujer, estas casas tan viejas, con estas corrientes de aire. Qué le iba a explicar, si no me iba a creer, la pobre. Marchó de casa que le faltaban piernas para correr.

Me ha dicho el médico que me muero, vaya noticia, como si alguien se fuera a quedar vivo alguna vez. Y como condenada he decidido ya mi último deseo. Le he pedido un pitillo. ¿Pero usted fuma?, me ha dicho con cara de bobalicón.

-Yo no he fumado en mi vida, por eso.

Y aquí estoy, sentada en el banco de la plaza, saboreando mi primer cigarro, y el último. Aspirando una bocanada de ternura para encontrarme con mi Paco. Apurando el tiempo ya gastado hasta el céntimo. Hasta la estatua lo sabe y mira para otro lado, para que la niebla espesa de mi cigarro no le nuble con sus miedos.

-Vamos Paquito, está oscureciendo, las calles están a punto de conciliar el sueño, y nosotros también.

*Trabajo de recepcionista en el hotel Reina Cristina, y ese mostrador resulta muy inspirador para crear un millón de historias, que es lo que realmente me gusta hacer. Escribir por y para dar placer.