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Noelia Noelia
Jesús Ángel Gómez Atares. Emocionar con tu fotografía es grato, emocionarme fotografiando, es una necesidad. Llamar la atención de lo ocurrido en una décima de segundo y tranmitir lo que sentía en ese momento, es uno de los lujos de la fotografía

“Hace tiempo que sueño con ella / Y solo sé que se llama Noelia / Hace tiempo que vivo por ella / Y solo sé que se llama Noelia…”

Noe canturrea y se mueve siguiendo el ritmo de la melodía de Nino Bravo que se escucha en la radio. Está contenta. Esa canción le encanta porque se siente protagonista y en su cara llena de harina se dibuja una sonrisa que marca sus divertidos hoyuelos en sus mejillas mientras su cola de caballo color azabache se mueve haciendo su expresión aún más graciosa.

Mi madre también está de buen humor. Le encanta hacer magdalenas con su pequeña Noelia y una larga tarde de lluvia en verano es la mejor escusa para convertir su modesta cocina en un improvisado obrador. Las dos llevan el mismo delantal que ella cosió porque se lo pidió su nieta y supervisa cada paso de la receta que aprendió de su abuela cuando era ella la que tenía seis años y se acercaba con curiosidad a los fogones.

Sentado frente a ellas trato de concentrarme en la lectura de mi libro sin ningún éxito. Levanto la vista para ver la actuación estelar de Noe. Su abuela finge que se enfada, disimulando una sonrisa, porque la escena es bastante cómica mi pequeña subida en un taburete que le permite llegar hasta el bol colocado en el centro de la mesa ha dejado de batir la masa para cantar a pleno pulmón su nombre una y otra vez, con el cucharón a modo de micrófono, haciendo los coros a Nino Bravo.

-¡Noelia, se va a caer la masa por toda la cocina! Si no te portas bien, no hacemos más magdalenas. -le advierte mi madre.

Noe le da un beso a su abuela y vuelve a la tarea.

-No te enfades abuela que nos van a quedar riquísimas, riquísimas y a papá le encantan.-le responde enseguida mi pequeña.

Me mira buscando mi complicidad, aunque en el fondo sabe que su abuela no está enfadada y la pequeña riña forma parte del juego. Yo asiento con la cabeza y las dos se vuelven a concentrar en su divertida tarea de reposteras.

La masa está casi lista, unas vueltas más para que la mezcla quede bien uniforme y habrá que dejarla reposar. Mi madre comienza la segunda parte del ritual. Coloca la leña y enciende la estufa-horno que llamamos familiarmente chocolatera y que da el sabor inconfundible a estas deliciosas magdalenas. Noe sigue atentamente el proceso mientras ahora que ya no tiene que remover la masa sigue con el pie el ritmo de la música de la radio donde se escucha ‘Un beso y una flor’. Al mismo tiempo extiende los moldes de las magdalenas sobre la mesa a la espera de poder echar la masa.

Entonces también yo me pongo a canturrear mientras miro por la ventana cómo cae la lluvia en ese patio en el que jugaba cuando era pequeño, desde el que se ven los campos de trigo, y que tanto añoro durante el invierno cuando desde mi balcón solo veo altos edificios y el gris del asfalto. Han pasado ya ocho desde que me marché del pueblo porque en la ciudad encontré las oportunidades que no tenía aquí, pero todavía tengo esa sensación de vacío y necesito regresar cada verano a mi hogar, al lugar a donde pertenezco. Quizá en unos años la cosa mejore y pueda volver como me dice mi mujer cuando me pongo nostálgico.

De repente, se escucha una puerta que se abre y que me hace sobresaltarme. Cuando me giro para ver qué ocurre la cocina se desdibuja. ¿Dónde está Noe? ¿Dónde está mi madre? No puedo ver la mesa llena de los papeles de magdalena que esperaban la masa dulce…

Una sensación de vértigo me embarga. Me siento mareado y cierro los ojos. ¿Por qué ya no se oye la música?

-Juan, despierte, que tiene visita.

Abro los ojos y enfrente de mí hay una joven con un uniforme y a su lado una mujer de entre 50 y 60 años con el pelo blanco y corto con la vista fija en mí. Miro a mi alrededor y compruebo de nuevo que mi cocina ya no está, en cambio sí que veo a Pedro sentado en su silla de ruedas, dormitando, a Avelina leyendo el periódico y otras chicas con el mismo uniforme preparando las mesas para la merienda.

-Vamos, Juan,  despierte que han venido a visitarle. ¿No va a saludar a su hija?-insiste la joven.

-¡Hola, papá! ¿Cómo estás?

La mujer continúa mirándome fijamente, mientras yo sigo tratando de comprender la realidad que me rodea. Entre mis manos reposa un libro con las tapas desgastadas y miro mis manos arrugadas que ya no son las de un hombre de 30 años que miraba por la ventana hace un minuto. Quizá no haya sido hace un  minuto porque busco de nuevo la ventana y ya no veo mi patio y los campos de trigo, su espacio lo ha invadido un pequeño jardín donde pasean varios ancianos y al fondo gris, gris y más gris.

Vuelvo a levantar la mirada y mis ojos vidriosos se posan en los de esa mujer que me resulta familiar, aunque sigo sin poder saber quién es, ni dónde estoy. Pero entonces ocurre algo que lo cambia todo que me devuelve a la realidad mientras una lágrima resbala por mi rostro.

-Papá, te he traído magdalenas. Las he hecho yo misma, con la receta de la abuela como a ti te gustan.-me dice y sonríe, entonces se le dibujan unos hoyuelos en las mejillas.

-¡Noelia, has venido!

 

*Licenciada en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid, lleva más de dos décadas trabajando como periodista en DIARIO DE TERUEL