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Para siempre Para siempre
Pedro Blesa. Nacido en Escucha. Cámara de Informativos en Aragón Televisión. Aficionado a la fotografía y a la astronomía. Miembro de la Sociedad Fotográfica Turolense y Monitor Starlight. Le gusta observar y fotografiar el cielo nocturno turolense

* Inés Ramón

Voy a visitar a mi mujer cada tarde desde que está en cuidados paliativos. Hoy podría ser su último día —pienso— y mis fuerzas adquieren la densidad exacta para llegar hasta ella, pese al temblor que entorpece mis extremidades. Me aferro con todas mis fuerzas al andador ortopédico que sostiene y asegura mis pasos. Es una labor demasiado penosa para mis piernas casi centenarias, pero sé que se me muere, que se me está muriendo, cómo podría no reunirme con ella, acompañarla, sostener sus manos cada vez más frías, cada día más lejanas

—Ya estoy aquí —le digo.

Mi voz se estrella y se hace añicos contra la difusa luz que impregna la habitación. Ella, en la cama, se empequeñece. La máquina de oxígeno enturbia el silencio.

—Ya estoy aquí —repito.

Oigo mi voz ronca, el resuello anhelante, temeroso. Aquí estoy —pienso— contigo, a tu lado, juntos otra vez. Me siento en la silla que han dispuesto cerca de la cabecera de la cama articulada y mis fuerzas se derrumban, ceden ante el aturdimiento y el estruendo interior de no querer perderla, aún no, por favor, aún no —gimo. Me invade, sin embargo, el vértigo de saber que se apaga, que se acorta irremediablemente nuestro tiempo.

De pronto ella abre sus ojos. Su mirada hilvana la niebla, me busca.

—Ven —dice—. Su voz es apenas una hebra de aire.

Me acerco a ella, a su respiración tan breve, al rostro marchito.

—Ten —repite.

Le cojo las manos. Están rígidas. Calcinadas como aquellos girasoles después de la cosecha, heridos por el sol, trágicamente hermosos aún en su derrota. Siento entonces que el mundo se ha quedado a oscuras, que ya no podría existir nada hermoso, nada agradable, ninguna verdad o emoción, ninguna posibilidad de placer o alegría, nada verdadero lejos de estas manos que ahora descansan sobre la manta, demasiado delgadas para sostenerme, demasiado débiles para cobijar el sol, como lo habían hecho, —solo para mí— desde que nos habíamos reencontrado veinte años atrás.

—Ten.

Busco bajo el horizonte de sus manos, y las mías, torpes, estremecidas, encuentran el reloj dorado que una tarde cualquiera, de un día cualquiera, le regalé. Una emoción confusa, enmarañada, difícil de definir, hecha de alegría, de dolor, de certeza, de memoria, de impaciencia, de ternura, ahoga un sollozo irreprimible en mi garganta.

—Ten —me había dicho abriendo apenas sus manos entrelazadas, como dos flores heridas arropando ya inútilmente la tibieza—. Ten.

Recuerdo, entonces, la tarde, —hacía ya unos años— en que vi en el escaparate de una joyería aquel bonito reloj que sin dudarlo entré a comprar. Era para mí: el que tenía había dejado de funcionar. En ese tiempo en que aún podía caminar una hora diaria y aún subir cuestas, me sentía fuerte y seguro. Con más de ochenta años ya podía darme algún capricho alguna vez, ahora que era feliz. Cuando llegué a casa ella lo vio.

—¿A ver? Qué guapo este reloj… Se ven bien los números. ¿Me lo regalas? —preguntó con la naturalidad de lo cotidiano.

—¡Claro! Con gusto, aquí lo tienes —respondí.

Ella no sabía que no le estaba regalando solamente un reloj que había comprado en la joyería, sino que le regalaba mi tiempo, todo mi tiempo, mi pasado, mi presente, mi futuro, todo lo que había sido, todo lo que jamás podría expresar con palabras, todo lo que nunca me habría atrevido a soñar junto a ella, todos los años irrepetibles del amor, los ríos subterráneos del placer sereno, formidable, de estar juntos.

—¡Claro! Ten —dije—; es tuyo.

Y derramé mi vida entera en la palma de su mano. Éramos dos ancianos que tenían aún mucha vida por delante para compartir. El continuo presente de un amor sin estridencias sobre el acantilado irreductible del tiempo era nuestra pequeña, suficiente eternidad.

Ahora ella me lo devuelve. Y yo comprendo todo lo que me entrega sin necesidad de palabras. No es un simple reloj dorado con correa de piel y números muy nítidos para verlos sin las gafas de leer. Es mucho más que eso, es su amor. Ella sí había entendido aquella vez lo que nunca le dije, cuando puse en sus manos mi vida entera, y ahora podía desandar las huellas de todo ese tiempo compartido. Ella podía alumbrar, ahora, nuevamente los minutos, las horas, lo segundos que construyeron nuestra vida como marido y mujer.

—Ten —me dice.

Mis lágrimas corren hacia el hueco insobornable de su almohada. Creo que sonríe, sí, lo sé, aunque no pueda verla. Ella sonríe.

No logro articular ninguna palabra. Me inclino y beso su frente. Algo me abraza por dentro. No sé cómo, pero una certeza, como un alud antiguo, me levanta. No logro comprender cómo la lenta y exigente tiranía del tiempo fue vencida desde un pequeño y dorado reloj en manos de mi mujer moribunda. Aquel feroz y despótico animal llamado tiempo fue, de pronto, subyugado por entero en este gesto de una anciana desahuciada. Ambos supimos, entonces, que el concepto «antes» o «después» había dejado de existir. Nuestro tiempo cabía en la exacta proporción de la tibieza del sofá que compartíamos en aquellas tardes de lecturas y televisión. Nada existía fuera de ese estar juntos en la quietud, con la apacible costumbre del agua que corre, en la plenitud del cauce. Y ahora que yo recibía todo lo que ella me estaba entregando en ese pequeño gesto, pude comprender que no ya habría un después, como no hubo un antes.

Me levanto y la miro. Sus ojos cerrados ya no son la certeza anticipada de una despedida. Siento que comienza a llover dentro de la habitación, dentro de mí. Es el empeño húmedo de un cauce invisible que nos une más allá del tiempo, el afán invisible de amar, de seguir amando, de haber amado así.

—-Gracias —sollozo.

Cojo el reloj y me lo pongo en la muñeca izquierda. Y sabemos, ambos, que ya no hay un antes o un después. Hay un inmenso ahora, que es a la vez amanecer, mañana, mediodía, noche. Un ahora que es también el murmullo de nuestras vidas, la eternidad donde guardamos nuestros recuerdos. Un ahora que es, sobre todo, un para siempre.


* Ha estudiado la carrera de Letras en la Universidad Nacional de La Plata. Durante diez años ejerció como profesora de Lengua y Literatura en la ciudad de La Plata. Reside desde 2001 en España, donde realizó estudios de poesía en la Escuela de Escritores de Madrid y en el Aula de Escritores de Barcelona. Ha publicado los poemarios Circular a veces (Zaragoza, Lola Editorial, 2012), Un esqueleto cóncavo (Ávila, Códice de Barras, 2012), Hallarse en la caída (Zaragoza, Olifante, 2013)¸ Anatenmein, (Tigres de Papel, 2017) y, junto a Irene Vallejo, La mañana descalza (Olifante, 2018)