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Por Cristina Giménez

En el mismo portal vivían Bostezo y Picardía. Uno con toda la desgana del mundo acumulada en su gran cuerpo de casi ciento ochenta kilos y otra con más maldad de la que nadie hubiera conocido en toda su vida.

El uno tenía por costumbre, además de sus almuerzos en el patio comunitario de la finca, con su olor a fritanga y aceite reutilizado, el no hacer caso de los comentarios de la otra, que de todo sabía y de todos opinaba.
Picardía, como no encontraba más oyentes en sus oratorias que el pobre Bostezo, seguía día a día machacándolo con toda clase de improperios hacia el resto de vecinos, o del resto del pueblo o del resto de la humanidad, que a este espíritu maligno le llegaba el ansia para más allá. Se había quedado viuda hacía muchos años, pensaban todos que porque su pobre marido no pudo aguantar tanta maldad y se dejó ir por un cáncer terminal en cuanto cumplió los sesenta años. Y así era. Job, el paciente, que así le llamaban, no quiso luchar y ahogó sus pulmones en el humo de cajetilla tras cajetilla, porque el run run de los comentarios, los gritos, la voz chirriante pero, sobre todo, los malos sentimientos de su mujer hacia el vecindario, le hicieron consumirse como sus cigarrillos, poco a poco, uno tras otro.
Desde entonces la mala mujer se refugió más aún en su acritud y su amargura fue en aumento,  proporcionalmente inverso a la felicidad que pudiese detectar en los demás hogares, en la demás gente. Y se iba quedando más y más sola en su infierno de odio. La pared contra la que rebotaban sus broncas era tan fría que aplacaba su fuego. Bostezo había conseguido no ser objeto de sus insultos, ni graznidos, aunque al principio lo tuvo difícil, enseguida quedó claro un cierto respeto por parte de Picardía hacia él. Quizá fue porque la madre de Bostezo era la única a la que Picardía admiró desde que llegaron a la barriada. Y porque la cuidó de joven cuando tuvo sus dos abortos. El caso es que Bostezo la aguantaba sin decir casi palabra.
Y convivían.
En un rellano más arriba hacían lo propio, Monsergas y Pamplinas. Estos sí que eran tal para cual.
Monsergas era un solterón de libro. Criado como un señorito hasta que su madre falleció con más años que Matusalén, quedó a cargo de su hermana pequeña Calcomanía. Machista hasta la médula, tenía la suerte de que la hermana era más simple que un arao, porque otra no habría aguantado todo lo que la pobre aguantaba incluso con la madre en vida. La madre alentó siempre los caprichos, los vicios y los desmanes de Monsergas y por ese motivo Calcomanía se quedó para vestir santos, para cuidar a una y ahora a otro, sin más vida que la de ellos. Sin más futuro que los pasos que la dejaba dar su hermano, alrededor de una cocina donde cocinar, de una casa que limpiar, de unos harapos que lavar, y poco más. Cenicienta desgraciada le decían los vecinos, incluso Picardía la jaleaba para que tomase la iniciativa y dejase aquella triste herencia. Monsergas vivía como un rey en el sentido más cómodo de la palabra, pero no lo hacía complacido, era un protestón además. Exigía y mandaba creyendo firmemente, porque así se lo inculcaron, que el resto del mundo eran sus siervos.
Todos menos Pamplinas que desde el piso de enfrente le marcaba el territorio de latifundios castellano-manchegos sobre los que ejercer su mando. Era otro machista, pero al que su entorno no le había consentido tanto, y que se venía arriba cuando se encontraban en el rellano o en la escalera o en el portal, todo lugar se convertía en un rincón de pelea de gallos.
Pamplinas tenía a su cuidado a su pobre mujer que cayó enferma por esclerosis y que jamás nadie oyó quejarse en su vida. Les atendían de asuntos sociales y cuidados paliativos. Pero él daba todo lo que podía, de puertas para adentro era un santo. Aunque le gustase mostrar otra cara dominante frente a los vecinos, en especial ante Monsergas.
Más arriba sólo dormía allí unas horas cada noche la joven Invisible, a la que apenas veían y casi ninguno había tratado ni cruzado palabras con ella. Era enfermera y de otra ciudad más grande a la que regresaba acumulando guardias y turnos en sus espaldas, en cuanto podía. Por eso evitó relacionarse desde el primer momento. Salía temprano y regresaba muy tarde, y en cuanto podía marchaba para su casa con lo que ningún vecino se extrañaba si no la barruntaban en unos días. Pero menos mal que aquella semana se complicó su marcha.
Una compañera le pidió que le hiciese la tarde del viernes por motivos personales y, aunque a regañadientes, aceptó por devolverle el favor de dos semanas anteriores. Bostezo en su flojera, se quedó viendo hasta tarde el programa de turno de la televisión,  con el brasero encendido de la mesa camilla. El calorcito le adormeció y se levantó a trompicones hasta la cama sin apagarlo.
Tras horas de sobrecalentamiento, se prendieron las faldas y comenzó a arder el cuarto que estaba cerca de la puerta principal de la vivienda. El humo se extendió por la escalera hacia arriba y los vecinos salieron a su olor. Entraba entonces por el portal volviendo de su jornada nuestra chica Invisible y enseguida se percató de lo que pasaba en el primer piso. Intentó llamar al timbre y a la puerta de Bostezo, pero no le contestaban. Y bajó Monsergas atendiendo sus gritos y Picardía salió de su piso con sus rulos y su cara de infarto chillando: “Sacadlo, sacadlo de ahí”.
Monsergas reventó la puerta de un golpe con el hombro y corrió hacia adentro con Invisible, entre los dos sacaron a Bostezo casi arrastras, pero con conocimiento. Mientras Picardía fue a llamar por teléfono a Emergencias y casi en un momento se oyeron las sirenas. Pamplinas bajaba en volandas a su mujer y Monsergas le echó una mano con la silla de ruedas. A la calle todos que aquello no se podía aguantar.
La enfermera revisaba el estado de Bostezo y preguntaba por los demás, que en fila en la acera de enfrente, respiraban aliviados y sollozaban ellas y parloteaban ellos. De repente, no eran Monsergas, ni Pamplinas, ni Picardía, ni Bostezo, ni Calcomanía, ni Invisible. Eran José y Jacinto, Soledad y Pedro, era Pilar y era Carmen, la mujer de Jacinto. Y sobre todo, era Magdalena, la chica de Guadalajara que más cariñosa, les cuidaba a todos desde ese día como una hija. Soledad solo tenía buenas palabras para ella y le preparaba croquetas y rosquillas si se iba para su casa. Y José y Jacinto comentaban las nuevas intervenciones del ayuntamiento cada mañana, pero siempre desde el mismo punto de vista. Qué poco y qué tanto hace falta a veces para ser uno o ser otro.