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Tango y yo Tango y yo
Diana Garcia. Fotógrafa oficial de eventos familiares y entre amigos para el recuerdo y aficionada a retratar situaciones del día a día, la ciudad, festividades, escapadas por los pueblos de la provincia y fuera de ella.

José Baldó *

Vienen al caer la noche y pueden oler el miedo. Golpes secos retumban por toda la casa. Los tablones de madera que protegen puertas y ventanas crujen y se astillan con los ataques que llegan del exterior. Cientos de manos huesudas y cubiertas de sangre aporrean las paredes. No sé cuánto tiempo tardarán en entrar.

Me aferro a la vieja escopeta de mi padre y me echo al suelo mirando cómo la puerta se retuerce con cada nueva embestida. Noto el peso del arma clavándose en mi estómago. Cierro los ojos con fuerza y hago un ovillo con mi cuerpo mientras intento recordar cómo demonios se
reza el padrenuestro.

oOo

Me despierta mi propio grito.

Por unos segundos soy feliz, es un instante breve en el que todavía no soy consciente de la realidad. Parpadeo y veo la luz de la mañana colándose por los huecos que dejan las maderas de las ventanas. En algún momento de la noche debí caer rendido, vencido por el miedo. Tengo los dedos agarrotados de sostener la escopeta.

—Buenos días, Tango…

El silencio inunda la casa. Me incorporo de un salto y echo un vistazo a mi alrededor.

—No sé tú, pero yo tengo hambre.

Mis ojos se fijan en el balón de futbol que descansa sobre la mecedora, junto a la chimenea. Es una reproducción del Tango, el cuero oficial del mundial de España 82. De ahí lo del nombre y, bueno, lo de hablar con él…, eso lo tomé de una película que había visto por la tele. Una en la que un tipo naufragaba en una isla desierta y mataba el tiempo hablando con una maldita pelota. Me pareció aburridísima, pero cuando mamá se fue en busca de ayuda, Tango se convirtió en mi único… amigo.

Retiro uno a uno los listones de madera que aseguran la entrada de la casa. Cuando abro la puerta, un olor repugnante me golpea la cara. Es el aroma de la muerte. Hay rastros de pisadas recorriendo todo el porche. Decenas de moscas zumban alrededor de la sangre negruzca que mancha el suelo y vuelvo a sentir las frías garras del terror rozándome la nuca.

Vivimos apartados del pueblo, a unos seis kilómetros. Es una masía de una sola planta, sin demasiados lujos, pero con las comodidades suficientes para poder llamarla hogar. Alrededor de ella, se extiende un amplio campo de trigo, un paisaje dorado por el sol que parece el anuncio de una marca de galletas para el desayuno. A lo lejos, en lo alto de la loma, las aspas de los molinos de viento nos vigilan como los gigantes de un cuento infantil. Sería feliz si mi familia estuviera a mi lado.

No recuerdo cómo empezó esta pesadilla, pero sí las largas caravanas de coches llegando al pueblo por la carretera. La televisión e internet emitían imágenes terribles que hacían perder la fe en la humanidad. El mundo se había vuelto loco, la gente se atacaba entre sí, pero no con pistolas o cuchillos, sino a dentelladas como si fueran fieras salvajes y rabiosas.

Abro el último paquete de Marbú que queda en la despensa y pienso en mi abuela. Ella siempre preparaba una tarta con esas mismas galletas y las cubría con mantequilla y chocolate fundido. Guardo en mi cabeza el recuerdo de la última vez que nos vimos. Si hubiera sabido que aquello era una despedida, le habría confesado cuánto la quería.

En apenas un mes lo había perdido todo. Mi padre desapareció sin dejar rastro en mitad de la noche. Una mañana, al despertar, descubrimos que había huido con el coche. Supongo que proteger a la familia no es un papel cómodo para nadie y prefirió librarse de un equipaje demasiado pesado.

Repaso con los dedos el calendario que cuelga de la pared de la cocina y tacho un nuevo día con un lápiz. Hace una semana que mamá se marchó; estaba convencida de que habría alguien más en nuestra misma situación. Si cierro los ojos todavía puedo sentir sus manos acariciando mi pelo.

 —Te prometo que volveré.

Nadie debería tener que ver partir a una madre en una carrera desesperada por la supervivencia y, mucho menos, un niño de solo trece años.

Un ruido suave en el exterior de la casa me devuelve a la realidad. Me cuelgo la escopeta al hombro y compruebo la hora. No pueden ser ellos, no son ni las diez de la mañana. Salgo y distingo un movimiento suave que hace bailar las espigas del campo.

—Tango, ¿lo ves también tú?

Empuño el arma y apunto hacia el trigo. De entre los tallos de cereal asoma una diminuta mancha blanca que, rápidamente, toma la forma de un cachorro de labrador. Sonrió aliviado.

—¡Tenemos compañía! —exclamo.

El perro se acerca lentamente hacia mí. Dejo que olfatee el suelo del porche y lama los restos de sangre. Bajo la escopeta y miro al animal con ternura. En un instante, fugaz como un rayo, oigo la voz en mi cabeza y mi rostro se contrae en una mueca de seriedad.

—Lo sé. Tienes razón, Tango, pero… ¡no es más que un cachorro!

Las ganas de sobrevivir son capaces de convertir a los niños en seres insensibles ante la muerte. Por un instante me siento como un personaje más de El señor de las moscas; había leído ese libro el verano pasado y su recuerdo se había vuelto más intenso desde el principio de este apocalipsis. Sin pensarlo dos veces, levanto el arma y derribo de un disparo al perro.

El hambre es más poderosa que la piedad. El animal no es más que un saco de huesos, pero ni Tango ni yo hacemos ascos a comer su carne.

oOo

He descubierto que las horas vuelan si mantienes la cabeza ocupada. Dedico las mañanas a reparar los daños causados durante la noche y a racionar la comida que queda. Por las tardes intento distraerme leyendo una y otra vez los pocos libros que hay en la casa, y cuando el sol se esconde, me encierro en mi habitación e invento oraciones para un Dios que ha decidido abandonarnos a nuestra suerte.

Hace tiempo que los pájaros dejaron de cantar. Los días son cada vez más largos, el calor aprieta con fuerza y una soledad pegajosa como el chicle se extiende por los campos de trigo.

Al principio, no es más que una mancha en lo alto del horizonte. Aviso a Tango que reposa en los escalones del porche. Faltan horas para que anochezca, pero juraría que aquello se acerca directo hacia nosotros. Poco a poco, la imagen va aclarándose y siento que el corazón me da un vuelco cuando reconozco su figura, la misma que tantas veces me acunó entre sus brazos. Pienso en correr hacia ella, pero tengo los pies clavados a las tablas del suelo como si un imán me uniera a la casa. La observo con lágrimas en los ojos; camina entre los tallos como un ser celestial que viene a nuestro rescate.

—¡Es mamá, Tango! ¡Es mamá!

Me vuelvo hacia el balón para compartir mi alegría. Lo cojo en brazos y comienzo a bailar como un loco.

—¡Ha cumplido su promesa! ¡Ha cumplido su pro…!

Me detengo en seco. Mi amigo tiene razón. Apenas me separan unos metros de mi madre cuando soy consciente de la cruda realidad.

Miro a los ojos sorprendidos de la mujer, contemplo su sonrisa vacía cuando me ve apuntarla con la escopeta. Únicamente el sonido del disparo consigue amortiguar los rugidos de mi estómago.

—Bienvenida a casa, mamá.

* Licenciado en Humanidades. Con sus relatos ha participado en programas de radio de difusión nacional, obras colectivas y concursos literarios en los que ha obtenido varios galardones, entre ellos, el Primer Premio en el Concurso de Relatos del Centro Histórico de Teruel en 2020. En el libro Instrucciones para el fin del mundo (Prames, 2022) recoge una selección de su narrativa corta más destacada. En la actualidad, se prepara para dar el salto a la novela.