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Aragón Televisión

* Por Fabiola Hernández

-No hay leche, mamá ¿no quedamos en que comprarías leche?

-Ayer no tuve tiempo de ir al súper. Podías haberlo hecho tú. Recuerdo que cuando llegué del trabajo estabas tirado en el sofá jugando con la play. Además, ¿seguro que no queda una caja en el armario de siempre?

-Pero a mí me gusta fría, no del tiempo. Ya lo sabes.

-¿Y sabes la que más me gusta a mí? La que compras tú, y de esa no puedo beber nunca.

Cuando Emilia dijo la última frase, la que zanjó el amago de conversación que había mantenido a gritos con su adolescente, ya había llegado a la cocina. Su adolescente, así llamaba ella a Óscar, su hijo. Como si a cada persona en este mundo se le adjudicara uno al nacer y la condenaran a quererlo más que a nada en el mundo. Ella bendecía la hora en que le tocó el suyo, e incluso se preguntaba si no echaría de menos aquellas discusiones intrascendentes cuando se acabaran. Su adolescente maduraría, se iría a estudiar lejos de Teruel, si podían pagarlo, se haría mayor y dejarían de compartir casa.

Emilia había dado muchos tumbos en esta vida, eso le reprochaban sus padres y su hermana cuando las conversaciones se calentaban. En su casa siempre habían sido muy de discutir. Desde el bar en que tomaban el vermú hasta la última subida de impuestos del gobierno. Todo había que ponerlo encima de la mesa, decía el abuelo. Lo había criado sola, más exactamente sin su padre, que se limitaba a pasar una exigua pensión desde la ciudad en la que vivía en cada momento. Lo siguieron hasta que el niño cumplió tres años, pero empezó a huir de la rutina diaria hasta que fue imposible encontrarlo. Por eso Emilia volvió a Teruel, a la antigua casa de su familia en la calle San Francisco, buscando refugio donde siempre lo había encontrado: en la alegría de su hermana y los brazos de sus padres.

-¿No vas a bajar a por leche, entonces? -insistió Óscar.

-Pensaba que esta conversación ya había terminado.

-Yo no puedo ir a comprar ahora, son más de las diez y tengo examen a las cuatro, ya lo sabes. Porfa, mamá.

-Y yo tengo turno de tarde ¿Has mirado donde te he dicho?

Antes de ponerse a discutir con su hijo por cualquier tontería, Emilia miraba por las ventanas que daban al sur. Se lo había aconsejado su psicóloga. Al principio le costó mucho esfuerzo no dejarse arrastrar por los recuerdos envenenados, pero después de años de práctica, ya casi no les prestaba atención. Se sentaba en la cama frente al horizonte que dibujaban las montañas desgastadas de La Muela y mirándolas, se imaginaba un viejo colchón tendido para las almas de los turolenses agotados. Abría la ventana y dejaba que el aire fresco y húmedo que subía del río le acariciara la cara mientras el sol le templaba el espíritu y el volumen de la voz.  Entonces estaba lista para abordar cualquier conversación. Había llegado a un punto en que solo con mirar de reojo aquel paisaje era suficiente para poder afrontar el resto del día.

-Mamá ¿has oído eso?

-Si he oído ¿qué?, ¿que no vas a ir a comprar leche?

-No. Ese ruido tan raro que venía del suelo. Parecía que algo se estuviera resquebrajando.

-Si te refieres a mi paciencia, sí, puede que ya se oiga que está a punto de estallar.

-Estoy hablando en serio, mamá. Era parecido al de un vaso que se te rompe en la mano cuando intentas desencajarlo de otro.

Emilia echó a correr hacia su hijo-esa vez sí notó cómo el terrazo del suelo se movía- y lo abrazó tan fuerte que sus huesos emitieron un leve crujido. Con quince años era tan alto que ya solo podía besarlo si le pedía que se agachara, así que aprovechaba para estrujarlo siempre que se descuidaba. Óscar se quejaba aparatosamente y los dos sabían que había empezado la comedia. Era un juego divertido hasta para el adolescente. Emilia asumía que el teatrillo doméstico que había empezado cuando llegaron a aquella casa, le quedaba poco tiempo, pero no imaginaba que tan poco.

-Ahora sí lo has oído, ¿verdad, mamá? ¿no me digas que no? —preguntó Óscar alarmado. Emilia había visto muchas veces el miedo reflejado en la cara de su hijo, pero no de aquella manera. Durante la adolescencia, no dejas que nadie note lo asustado que estás, es fundamental para los adultos entiendan que ya no los necesitas. Pero aquel crujido que parecía emanar desde el suelo dejó a su hijo sin capacidad para disimular. El ruido siguiente llegó desde el pasillo.

-¡Salid todos de aquí! ¡Rápido! - Alguien estaba aporreando las puertas y gritando a los vecinos.  Emilia tiró de su hijo que se encaminaba a su habitación a buscar el móvil y lo arrastró al pasillo. Desconcertados, se dejaron llevar por el miedo que empujaba a todos los vecinos a bajar las escaleras de dos en dos. -No subáis en el ascensor-Se oyó gritar-Nunca hay que cogerlo en casos de emergencia.

-¿Qué emergencia, mamá? ¿qué pasa? -Preguntó Óscar con los ojos humedecidos por un miedo incontrolable

-No lo sé, hijo mío, pero por lo que más quieras, no te entretengas—Le suplicó su madre como lo hacía doce años atrás cuando lo había llevado a Teruel intentando ponerlo a salvo.

Les volvieron a gritar. Un bombero. Tenían que apartarse de la puerta deprisa. Cada vez les chillaba más gente y más alto. Emilia creía que le iba a estallar la cabeza. Por un instante, el silencio se apoderó de la calle, e inmediatamente después, su vida, metida en la casa que les había cobijado durante años, se vino abajo. El estruendo fue tan desgarrador que pensó que la misma tierra les estaba pidiendo perdón por aquello.

-¡Mamá!-Aulló Óscar abrazándola como si así pudiera apuntalar los pilares del edificio y su vida entera.

Durante un buen rato, no dijeron nada más.

-¿Qué hora es?-Preguntó por fin con lágrimas en los ojos

-Las once y media-Le contestó Emilia con un hilo de voz.

-Hace una hora-Empezó a decir - Hace una hora teníamos una vida, terminó rompiendo a llorar.

Su madre lo estrechó entre sus brazos más fuerte que nunca y le acarició el pelo para consolarlo, como hacía cuando era niño.

-Vamos a casa de los abuelos, seguro que ellos tienen leche fría.

*Licenciada en Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid, empezó a trabajar en la radio con diecinueve años y treinta y un años después sigue ejerciendo el periodismo de proximidad en la Televisión Autonómica de Aragón, donde trabaja como editora de informativos. Es autora de las novelas Los Protegidos de Modimo  y ¿A quién esperaba Carlota March?