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Juan Corellano

Los códigos deontológicos, o las normativas de comportamiento en general, no suelen estar preparados para la imbecilidad. Tampoco acostumbran, por estar escritos a cincelazos sobre piedra pretérita, a mostrarse aptos para los cambios de los nuevos tiempos. Sin embargo, al ser los nuevos tiempos nuestro presente y la imbecilidad inherente a la existencia humana, quizás deberían estar prevenidos.  Últimamente circulan cantidad de profesionales de todo ámbito narrando en sus cuentas de Twitter experiencias laborales. Hasta aquí, todo bien. De hecho, incluso resulta una suerte de bonita reminiscencia de la conversación que se mantenía en esta red social cuando aún andaba en pañales.

En aquel Twitter primigenio todo era gente dando los buenos días y las buenas noches. En el espacio comprendido entre saludos y despedidas, la gente se dedicaba a narrar sus vivencias cotidianas, por muy inocuas que fueran. Aquellos tiempos en los que incluso el actual presidente de nuestro país se aflojaba la corbata para regalarnos sus consejos vitales y recomendaciones culinarias. Lo de ser malos, las pizzas cojonudas y esas cosas.  Sin embargo, siempre hay quien a mano dispuesta coge hasta la punta del dedo gordo del pie. Es entonces cuando nos encontramos a médicos que comparten frívolamente con el resto del mundo los historiales de sus pacientes, esperando que un parco tachón sobre su nombre constituya sistema inmune suficiente para semejante ataque a su privacidad.

Algo similar sucede con profesores que alegremente comparten trabajos y exámenes de sus alumnos, con el agravante en estos casos de implicar la vulnerabilidad de una menoría de edad que, no obstante, tampoco respetan en exceso aquellos padres que acostumbran a exhibir a sus hijos en las redes como si fueran trofeos. Estas plataformas nos proporcionan la capacidad de compartir con absoluta e inaudita libertad cualquier aspecto de nuestra vida. También la estupidez, al parecer. Si bien es lícito someter la vida e intimidades de uno al nivel de exposición que se desee, igual de obvio resulta que no debería hacerse lo propio con las ajenas. Más aún tratándose de ámbitos profesionales en los que el paciente/consumidor/ usuario queda en manos de la diligencia y discreción de un tercero. Ante la evidente falta de códigos de algunos, quizás sea necesario actualizar los deontológicos a la imbecilidad de siempre que también nos acompaña en estos nuevos tiempos.