Soy culé desde que tengo memoria. Podría intentar racionalizar y embellecer los motivos que llevaron a un muchacho de Teruel a aficionarse por el FC Barcelona, pero supongo que no hay más explicación que la atracción por aquello que brilla más y más fuerte en un momento determinado. Y es que en el momento determinado en el que yo comencé a aficionarme al fútbol, nada brillaba más y más fuerte que la sonrisa de Ronaldinho.
Entonces el Barça levantaba en Francia su segunda orejona. Comenzaba a irrumpir un barbilampiño y melenudo Leo Messi, trazando con goles maradonianos el sendero de éxito que esperaba al equipo bajo sus pies. Poco después llegó Pep Guardiola, y el resto ya es historia.
Escribo esta columna sin conocer el resultado de las elecciones presidenciales, sin saber si, como todo parecía apuntar, Joan Laporta tiene en sus manos la oportunidad de desafiar aquel lugar común sobre las segundas partes. Las he seguido muy de cerca, no obstante, pese a haberme convencido a mí mismo de que el amor que un día tuve por este equipo se había disuelto con los años.
Porque, para mí, ser del Barça en los tiempos que corren se ha convertido en una perpetua lucha entre razón y fe. La razón que me obliga a apenas ver sus partidos desde hace tiempo, a un seguimiento desde la lejanía a la que me han empujado un segundo expresidente detenido, las abiertas mentiras sobre el desorbitado precio de algunos fichajes, un endeudamiento irresponsable e inasumible o la sección de baloncesto abandonado a su suerte en Estambul a uno de sus jugadores. Pero, pese a todo ello, siempre aparece la fe, esa que tira de ti y te levanta de un respingo del sofá cuando Piqué marca en el último minuto. Sin embargo, ahí fuera, bien fuera de mi fuero interno, en esta batalla la fe sigue ganando por goleada. Esta es la gran particularidad del negocio del fútbol, pues, pese a haberse constituido como tal desde hace años, sigue tomando decisiones movido por la pasión irracional que supuran el balón, el campo y las gradas. Esas gradas llenas de socios que el ganador de las elecciones ha conquistado con las promesas que brillan más y más fuerte. Triunfando con la seguridad de quien sabe que su puesto no depende de cumplirlas.