El mundo está lleno de gente convencida de que la vida, llegado el momento, les dará la razón. Personas privadas de todo aquello que merecen por, apuntan ellas, una compleja conspiración cósmica. Humanoides que se saben mejores amantes para tus parejas, que se preguntan por qué le dieron a otros su trabajo soñado cuando ellos lo harían mejor, que se reconocen más dignos usuarios del aire, espacio y tiempo que todos compartimos.
El otro día me crucé con uno en mi frutería. Andaba yo afanoso por los pasillos, golpeando piñas y fingiendo adivinar con mi gratuita paliza su sabor. Llenando mi carro con cantidades a todas luces excesivas para una sola persona, disfrutando, como adicto a la fruta, de que en mi establecimiento habitual volvieran los colores a las estanterías con la llegada del buen tiempo.
Ella, la señora poseedora de la razón vital, me interpeló: “Perdona, una pregunta, ¿eres consciente de que hay gente esperando, verdad?” Lo dijo sin levantar la voz, pero con una pasivo-agresividad desbordante, propia de quien se sabe poseedor de esa razón que al resto nos elude. Le invité a ir a la frutería de la acera de enfrente. No le gustó. Intercambiamos improperios. Llegado el momento callamos. Procedí a seguir con mi propia con convencida parsimonia.
Ahí quedó la cosa, o debería, porque yo seguí pensando en esa señora todo el día. Encabronado, no tanto con ella sino conmigo mismo. Como antiguo adolescente de portazos, golpes y gritos, llevo años intentando ser más agradable y respetuoso con quienes me rodean. Porque aquello de “tengo mucho carácter” encuentra su límite en ser un cretino. Volví a comprobar, como tantas otras veces, que eso no siempre funciona. Que ante portadores de la razón uno a veces tiene que recurrir, muy a su pesar, en aquel viejo hábito de cagarse en todo para que le dejen en paz.
Me quedé más tranquilo cuando, disculpándome por el numerito al pagar, la dependienta me dijo que no me preocupase, que hay gente que se levanta con el pie izquierdo. Marché con mi carro lleno y la conciencia limpia. Mi frutera me había exonerado, en absoluto condicionada por el hecho de que me deje 50 euros semanales en su tienda. Supongo que a mí también me gusta creer, de vez en cuando, que la vida me da la razón.