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Cuarto poder Cuarto poder

Cuarto poder

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Javier Silvestre

Cuando el filósofo y político irlandés Edmund Burke señaló con su dedo a las personas que ocupaban una de las cuatro tribunas del Parlamento Británico durante el debate de apertura de la Cámara de los Comunes en 1787, no se imaginaba que acababa de darle nombre a un concepto que sería adoptado por el resto de la humanidad. Además de los Lores Espirituales (que representaban a la Iglesia), de los Lores Temporales (voceros de la nobleza), y los Comunes (los políticos en sí), había un pequeño espacio al fondo donde se acurrucaban los cronistas, tomando notas para poder difundir la información al pueblo llano. Burke sabía de la importancia que tenía la incipiente prensa a la que le atribuyó el título de Cuarto Poder. 
Se refería este político británico a la capacidad de influir en la opinión pública que tenían los periodistas y que, de forma visionaria, creía que podían llegar a derrocar Gobiernos sin necesidad del uso de la fuerza, ni tampoco de las urnas. Sin embargo, la información era un bien escaso que se cotizaba al alza en un mundo de correveidiles todavía sin globalizar. Por lo que detrás de cada publicación había, cómo no, un interés económico. El periodismo daba sus primeros pasos como negocio.
El primero que se percató de que la información podía dar dinero fue uno de los comerciantes más ricos del mundo: Jakob Fugger, el que vendría a ser el Jeff Bezos del siglo XV. Este alemán con negocios en todo el mundo tenía acceso al precio de las mercancías que se vendían en los principales puertos de cada continente y decidió comerciar también con esta información. No sólo creó una rudimentaria publicación sino que sentó las bases del negocio de la información.
Durante los siglos posteriores, el periodismo empezó a comerciar con la cultura, el conocimiento o los datos en un primer momento, para acabar dándose cuenta del enorme poder que tenía para influir en la Política y los políticos. Sumidos en plena vorágine liberal en las incipientes democracias europeas y americanas, los periodistas de mediados del siglo XX asentaron las bases de un periodismo garante de las nuevas libertades del individuo, defensor de la verdad y la imparcialidad; y fiscalizador de la gestión pública y privada.
El asentamiento de la democracia trajo la protección de los medios de comunicación y sus comunicadores como un derecho fundamental de los ciudadanos. Pero también supuso la concentración de la información a manos de empresas privadas cuyos intereses no siempre respondían a las bases periodísticas asentadas años atrás. El periodista debía elegir entre su ética y su sueldo. La decisión no siempre era fácil, por eso el periodismo necesitaba amparo legal y judicial. El Cuarto Poder se había vuelto una amenaza para la información en sí misma.
Con la llegada de la globalización, donde cada ciudadano tiene la capacidad de informar en tiempo real con una difusión incluso superior a la de los medios de masas, el poder de los periodistas se ha desdibujado. Lo saben las grandes empresas y los políticos, que libran una sucia batalla en las cloacas de las redes sociales por escribir su verdad. Una verdad que no pasa filtros, ni verificaciones reales pero que es equiparable a la comida basura: de consumo rápido, saciante y de baja calidad.  
Si hace cinco siglos el valor de la información era su escasez, ahora lo es su calidad. El poder político quiere salvaguardar el futuro del Cuarto Poder diciéndole lo que es la Verdad y privando al individuo de su capacidad crítica y de su derecho a la libertad de información. Y todos entran al juego porque el temor de los negocios del periodismo y de los políticos es que ahora ya no puedan controlar la información en su totalidad. Y eso es peligroso. Incluso para aquellos que se autoerigen como los justicieros de las fake news pero no dudan en orquestar campañas que no pasarían el más mínimo filtro deontológico.
“La censura os hará libres”, nos dicen a la cara sin rubor alguno. Esto promete.