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Pacifistas de salón Pacifistas de salón

Pacifistas de salón

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Javier Silvestre

Recuerdo ser pequeñajo y ver en un pequeño televisor en blanco y negro que mis padres habían puesto en la cocina a gente con pancartas y que gritaban: “¡OTAN, no! ¡Bases, fuera!” Corría el año 1986 y aunque España pertenecía a la Alianza Atlántica desde hacía más de un lustro, el Gobierno socialista de Felipe González decidió que fuesen los ciudadanos los que tuvieran la última palabra sobre si debíamos dejar de ser un país “belicista”, según decían sus detractores.

Como suele pasar en nuestro país, el tema fue un circo. Los socialistas, que habían ganado las elecciones generales prometiendo el referéndum y teniendo como eslogan “OTAN, de entrada no”, sorprendieron a sus votantes pidiendo que se votase “sí”. El revuelo fue mayúsculo, con la dimisión del Ministro de Exteriores de la época y con la amenaza de dimisión del propio Felipe González si ganaba el “no”.

Por su parte, Alianza Popular proponía la abstención de sus votantes pese a que durante las elecciones se había mostrado partidario de seguir dentro de la OTAN. El Partido Comunista de España se quedó como el único representante del “no” ante una población que no entendía muy bien si pertenecer a la Alianza Atlántica era convertirse, de facto, en un país que debería entrar en guerra en cualquier momento.

El “sí” ganó, pero no arrasó. Con una participación del 59%, 9 millones de españoles votaron por quedarse en la OTAN y 6,8 por salirse. Tan sólo en Cataluña, Navarra y el País Vasco ganó el “no”. Pero la anexión de España tenía condiciones. Por un lado, el país no se integraría en la estructura militar, tampoco se permitiría que se almacenasen armas nucleares en territorio español y, por último, se reduciría la presencia militar de EEUU en España.

Fue este maquillaje pacifista el que le permitió a Gonzalez salvar los trastos ante su electorado, que no entendía el cambio de rumbo del presidente progresista. Fue la Comunidad Europea la que exigió a Felipe quedarse dentro de la Alianza si quería que España fuese reconocida como miembro de pleno derecho años más tarde.

En 1997, el Gobierno de José María Aznar decidió dar por prescrito el referéndum y permitió que España se integrase en la estructura militar de la OTAN, así como que pudiera almacenar ojivas nucleares. Al presidente español se le exigió que nuestro país diese un paso al frente y no fuera un mero espectador pasivo de una alianza militar de la que se llevaba beneficiando durante casi dos décadas.

Desde entonces, en España y en Europa, hemos visto la guerra como algo lejano que solo golpeaba a gente de tez morena que se escondía en cuevas de Afganistán o en campamentos terroristas de un lejano desierto. Hemos profesionalizado el belicismo y pocos se ven empuñando un arma para defender a su país. Hemos subcontratado nuestra seguridad y, por consiguiente, la defensa de nuestra sociedad de bienestar. Nos aterramos viendo a nuestros iguales eslavos grabando con sus iPhones tanques y misiles que arrasan ciudades que bien podrían ser las nuestras.

Y decimos “no a la guerra”, como no puede ser de otra manera. Y no entendemos por qué nadie hace nada; por qué nadie frena a Putin y por qué la OTAN no interviene directamente. La idea de ucranizarnos nos pone el vello de punta. Y hay quien aprovecha para desenterrar los eslóganes que casi le cuestan la presidencia a Felipe González hace 40 años. Al igual que los animalistas que entran en los encierros de sanfermines y salen corneados, los nuevos pacifistas deberían viajar a Ucrania y abrazar a los soldados rusos a ver qué pasa. Aunque si la amenaza llegase a la puerta de sus casas serían los primeros en caer derribados o en salir corriendo. Pacifistas de salón.