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Yo también fui subcampeón Yo también fui subcampeón

Yo también fui subcampeón

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Javier Silvestre

Iba a escribir una columna que llevaba por título Doblar la curva del odio. Como pueden imaginarse iba sobre lo que iba: el monotema. Pero les voy a confesar un secreto. Chema López Juderías, director del DdT, me ha hecho cambiar de idea de forma abrupta. En su texto de ayer narraba, con todo lujo de detalles, que sólo él podía fardar de haber sido subcampeón provincial de balonmano allá por sus tiempos mozos. Y de paso, intentaba ganar un reto que nos habíamos marcado los columnistas de este periódico en un grupo de Whatsapp, sobre quién era el primero que no escribía sobre el tema con el que llevamos más de 70 días embarrados.

Mientras leía su columna no pude evitar desconectar durante un minuto de todo lo que me rodeaba y de lo que me esperaba ayer: un nuevo sábado de discursos televisados, franjas, aplausos y cacerolas.  Al igual que tampoco pude evitar rememorar -con cierta vergüenza- que yo también fui subcampeón. Pero de Aragón y de salto de longitud en pista cubierta. ¡Ahí es nada!

Tengo una medalla que lo acredita. En algún rincón de mi cuarto de cuando era niño en Teruel. No sé muy bien por qué quedé segundo... ¿para qué negarlo? No era especialmente bueno en ninguna disciplina de atletismo. Pero, al igual que le pasó a Juderías, el destino reunió las condiciones óptimas para que regresase de la competición celebrada en Zaragoza con una plata colgando del cuello (ante la incredulidad de mi padre, del que he heredado muchas cosas pero no los genes que me hiciesen un portento deportivo).

Sin embargo, lo que recuerdo con total claridad fue la competición a la que nos convocaron a todos los campeones y subcampeones de Aragón dos semanas más tarde: tendríamos que medir nuestras fuerzas atléticas regionales ante la Selección Catalana de Atletismo en el pabellón Príncipe Felipe de Zaragoza. Me acuerdo perfectamente porque las humillaciones siempre se graban a fuego con más fuerza que los éxitos.

Esta vez me acompañaba mi familia, aún incrédula de mi gesta deportiva. Al llegar, el reducido grupo de atletas aragoneses nos encontramos con otros chavales de nuestra edad (unos 14 años aproximadamente) que más que sanos deportistas parecían sacados de un experimento genético en busca del soldado universal del Ejército de Estados Unidos. Todos los contrincantes nos sacaban, como mínimo, un palmo de altura y estaban en plena forma física. Corrían más rápido, saltaban más alto, lanzaban más lejos… El resultado fue demoledor: creo recordar que sólo Óscar Joven mantuvo la talla y quedó segundo en la prueba de 60 metros vallas. En el resto de pruebas, los catalanes nos barrieron.

¿Que qué hice yo? Pues todos los saltos nulos. Es decir, quedé por detrás del último. El cuarto de cuatro. Y lo más humillante: ante la atenta mirada de mi familia. Un escarnio en toda regla que aún me recuerda mi padre cuando quiere meter el dedo en la llaga. Yo, tengo que decirlo, aprendí una lección bastante realista sobre el deporte y la vida. Y aunque el recuerdo aún me produzca cierto escozor, bienvenido sea si hemos conseguido distraer la mente un rato y, de paso, doblegar la curva del odio de la que ya hablaré la semana que viene.