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Fernando Arnau

Y  parece ser que la judicatura está un tanto desfasada. Que el país, más o menos a remolque, ha ido cambiando. Me repito, la Constitución gracias al conservadurismo español, camuflado por efectistas al modo de algunos padres de la criatura, el Sr. Fraga a la cabeza, se ha quedado mirando el melón, con falanges amortizadas por el propio general Franco, pero con nuevas generaciones cuyo respeto por los mayores les llevó a magnificar los malos usos del Régimen, corregidos y aumentados, con su corolario la esclerosis de la mano diestra para la reforma. Ahora de la diestra, de la siniestra y de buena parte de la emergente. Y con tanta parálisis, con tanta vagancia en el quehacer legislativo, queda una Constitución que apenas a movido dos comas de su copia cero. Es decir, que “si los tiempos adelantan que es una barbaridad”, nuestra Carta queda anclada en 1978 y, por tanto, en retroceso. Madre mía, con lo que está cayendo.
Una Constitución nacida tras un cambio de régimen, no ha precisado adaptaciones y, lo que es peor, ha dormido en el sueño de los justos ajena a la propia sociedad, con recursos para no interrumpir su inerte placidez. Y sobre lo que tenemos, leía una cita como esta: “Somos el único país de Europa que no enseña a sus niños qué es la Constitución y cómo está organizada su administración”. Su autora doña Teresa Freixes, Catedrática de Derecho. Otros comentarios, derivados de la dichosa sentencia de los violadores sanfermineros, abundan en la necesidad de formación de los jueces, etc. Formación que obedecería a un conocimiento de la sociedad actual, en la que, como muestra, los juerguistas tienen unas características dignas de análisis pericial, y el orden social posiblemente necesite otras reglas. Otras reglas para tantas cuestiones desatendidas.
En el mismo periódico, y único vistazo, se citaba también que “El horizonte de lo posible se ha abierto tanto que nuestros cálculos acerca del futuro son especialmente inciertos” (Daniel Innerarity).
Lo lamentable del asunto es que, en estas cuestiones de peso, opina sólo el personal emérito, sacado de un pueblo soberano que, al parecer, duerme la más profunda de las siestas. Así las cosas, nadie toca el libro de Petete.