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El otro Curie El otro Curie
Pierre y Marie Curie, posando con sus bicicletas

El 19 de abril de 1906, un día lluvioso en París, a primera hora de la tarde y después de un almuerzo con varios colegas donde, ironías de la vida, trataron de la prevención de los accidentes en los laboratorios, un hombre de negro espera en la acera de la rue Dauphine para cruzar. Nada más pasar un taxi, se apresura a atravesar la calle agazapado en su paraguas sin percatarse de que un carro de caballos se acerca. Cuando se da cuenta, intenta acelerar el paso para no ser atropellado, pero el piso resbaladizo le traiciona y cae entre los caballos. Louis Manin, el arriero, tira rápidamente de las riendas, pero no puede evitar que el carro lo arrolle. La muerte del hombre de negro fue instantánea. Un día de perros, la fatalidad y la imprudencia, un caldo de cultivo perfecto para los accidentes, acabaron con la vida de Pierre Curie, aquel hombre de negro de 49 años que, como siempre, iba pensando en sus cosas. Para muchos, sobre todo atendiendo al número de trabajos y publicaciones que hacen referencia a la vida y la obra de uno y otro, el esposo de Marie Curie; para mí, y estoy convencido que también para Maria Salomea Sklodowska, un científico brillante con argumentos suficientes para ser protagonista. Eso sí, eclipsado por una de las mujeres más influyente de la historia.

Que Pierre y su hermano mayor Jacques optasen por el mundo de las ciencias tiene mucho que ver con su padre Eugene, médico de profesión y científico de vocación. Una pasión que transmitió a sus hijos desde muy pequeños en aquellos paseos didácticos que compartían por los bosques cercanos a París. Además de enseñarles a apreciar los fenómenos naturales, despertó en ellos sus primeras inquietudes científicas y el entusiasmo por la experimentación. Fiel a sus principios (idealista, republicano y anticlerical) y temiendo que la escuela tradicional tuviese efectos perjudiciales en el interés despertado en sus hijos, decidió educarlos en casa. Y aunque aquella decisión acarreaba carencias en su educación, sobre todo en lo referente a ciertas materias (digamos de letras), los hermanos las suplieron con su innata capacidad de aprendizaje y de trabajo. De hecho, Pierre consiguió superar sin mayor problema las pruebas de acceso a la Facultad de Ciencias de la Sorbona en 1875, donde obtuvo su Licenciatura en Física tres años más tarde. La llama prendida por su padre seguía viva en sus hijos, y los hermanos iniciaron una investigación conjunta en el campo de la cristalografía, la electricidad y el magnetismo.

Jacques y Pierre trabajaban en un estudio sobre la piroelectricidad, fenómeno que consiste en la generación de electricidad por los cristales al elevar su temperatura, cuando descubrieron que al someter un cristal de cuarzo a una fuerza de tracción o de comprensión, aparecía una carga superficial en las caras proporcional a la presión ejercida. Llamaron a este fenómeno piezoelectricidad, del griego piezein, “estrujar o apretar”. Y ya puestos, construyeron un generador piezoeléctrico para producir pequeñas corrientes eléctricas. Aun así, la piezoelectricidad se mantuvo como un efecto curioso de laboratorio. Habría que esperar varias décadas para que se comenzasen a desarrollar sus aplicaciones, que fueron diversas y variadas: los mecheros eléctricos, donde al pulsar el botón se golpea un cristal piezoeléctrico y genera la corriente que prende el gas; los hidrófonos (micrófonos acuáticos), que convierten las vibraciones sonoras acuáticas en impulsos eléctricos que nos servirá para localizar cuerpos en movimiento bajo el agua; o la producción de energía de forma sostenible.

Pero los hermanos Curie, que no eran de quedarse mirando al espejo diciendo qué guapos y qué listos somos, siguieron investigando y comprobaron que este fenómeno también se daba a la inversa: los elementos piezoeléctricos se deformaban al ser sometidos a una corriente eléctrica. Además de la existencia del efecto directo y el inverso, en la gran mayoría de los casos se trataba de un modelo reversible. Esto quiere decir que, al dejar de aplicar la presión o la corriente al material, volvía a su estado de reposo. Si las posibilidades de estos materiales piezoeléctricos al convertir la tensión mecánica en electricidad fueron abundantes, la capacidad de estos materiales para convertir las variaciones eléctricas en vibraciones mecánicas, abrieron un inmenso abanico de aplicaciones. La primera aplicación práctica del efecto piezoeléctrico en la que se combina el efecto directo e inverso la realizó en 1917 el francés Paul Langevin. Langevin diseñó un detector submarino ultrasónico, lo que hoy llamaríamos SONAR. A poco que os pongáis a rascar, vais a encontrar diversas y variadas aplicaciones de estos dispositivos, llamados transductores, que convierten energía eléctrica en energía ultrasónica y energía ultrasónica en energía eléctrica, como micrófonos, altavoces, auriculares, activación de los airbags y sensores de aparcamiento asistido en los vehículos, sensores de vibración o de presión en aplicaciones industriales, eyectores de tinta de las impresoras o diferentes modalidades médicas de diagnosis por imágenes.

Gracias a este descubrimiento, Jacques obtuvo una plaza de profesor de mineralogía en la universidad de Montpellier, que ocupó hasta los 70 años. A pesar de romperse el tándem Curie, Pierre continuó sus trabajos, ahora centrándose en el magnetismo. Los estudios y trabajos sobre las propiedades magnéticas de las corrientes eléctricas desarrollados en el siglo XVIII, servirían para que el británico Michael Faraday consiguiese producir, ya en el XIX, una corriente eléctrica a partir de una acción magnética, fenómeno conocido como inducción electromagnética. Establecidas las bases experimentales realizadas por sus predecesores, Pierre recogió todas las ideas teóricas y las observaciones experimentales desarrolladas hasta el momento para complementarlas con sus propios estudios, y en marzo de 1895 publicó su tesis doctoral.

Con la concesión de la mención cum laude por su tesis doctoral bajo el brazo, obtuvo la cátedra de Física en la Sorbona y, por fin, Marie dio el sí quiero, tras un cortejo que se inició cuando Pierre le regaló un ejemplar de sus trabajos sobre electricidad y magnetismo. Y la verdad, se había hecho de rogar, porque para ella el matrimonio y los hombres nunca fueron un tema que le preocupase. Además -decía ella-, “¿quién iba a fijarse en una mujer pálida, escuálida y todo el día rodeada de libros?”. Pues está claro, otro físico. Unas bicicletas y la campiña francesa fueron testigos de su luna de miel. Alquilaron un pequeño apartamento con lo esencial e instalaron su humilde laboratorio en un cobertizo abandonado. Del nuevo tándem Curie, esta vez formado por Pierre y Marie, surgirían las bases de la radiactividad y se iniciaba el camino que llevaría al matrimonio, y al físico francés Antoine Henri Becquerel, hasta el Premio Nobel de Física de 1903. Aquel amor entre probetas acabaría el fatídico 19 de abril de 1906…