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Javier Sanz

Aunque es un término de sobras conocido no estaría de más aclarar qué era un samurái, y no era otra cosa que el nombre que se daba en el Japón medieval a la casta guerrera y sus integrantes. Un samurái es un noble guerrero, diferente de la nobleza cortesana (y, digamos, civil, vinculada al emperador) que gobernaba el país hasta el final de la era Heian. El término proviene del antiguo y ya obsoleto verbo “saburau”, que significa servir, pues en teoría un samurái siempre está al servicio de un señor, de quien depende para su manutención.

Simplificando mucho las cosas, los samuráis de una provincia serían vasallos del daimyo de esa provincia, cada daimyo del país sería a su vez vasallo del shogun, y el shogun, por su parte, estaría al servicio del emperador. En un principio, el shogun era un cargo o título militar sin contenido político que concedía el emperador con carácter excepcional para dirigir expediciones de castigo contra tribus enemigas.

Con el tiempo y unos sakes, el shogun acabó asumiendo también labores de gobierno, hasta llegar a ser sinónimo de soberano absoluto del país. Fue Minamoto Yoritomo quien, en 1192, culminó este proceso al nombrarse shogun y asumir el control total del gobierno de Japón, poniendo a los samuráis, surgidos hacia el siglo IX, en lo más alto del escalafón político y social. Desde entonces, y hasta el derrocamiento del régimen feudal en 1868, la casta samurái va a regir los designios de Japón y a ocupar la cúspide de la pirámide social, convirtiéndose en un estamento cerrado y con una serie de privilegios exclusivos: poder portar armas, no pagar impuestos, y no poder dedicarse a trabajos manuales.

Aclarado el tema, regresamos al proceso revolucionario que culminó en 1868 con el ascenso al poder del emperador Meiji, tras el derrocamiento del shogunato Tokugawa y la caída del régimen feudal. Al cabo de varias décadas de convulsiones y caos, donde no faltaban quienes se tomaban la justicia por su mano y se echaban al monte katana en mano, además de un guerra civil, que enfrentó a la facción aperturista, liderada por el emperador, contra el shogun y los partidarios de la tradición, la Restauración Meiji volvió a poner al emperador al frente del gobierno del país después de casi 800 años siendo apenas una figura decorativa, y acabó de facto con la Edad Media en Japón.

El país se embarcó en un proceso acelerado de industrialización y modernización siguiendo la estela de las potencias coloniales europeas. La restauración Meiji acabó con el mundo de los samuráis y de las onna bugeisha, las mujeres samurái. Esta es la historia Nakano Takeko, la última de estas guerreras. Las onna bugeisha normalmente eran esposas o hijas de samuráis entrenadas para proteger el hogar, el honor y la familia en ausencia de los hombres, y para ello utilizaban principalmente la naginata, una especie de alabarda de hoja curva usada desde antiguo en los campos de batalla que, por su relativa facilidad de uso, en la era Edo se convirtió en un arma eminentemente usada por mujeres.

Nakano Takeko nació en 1847 en Edo, actual Tokio y centro de poder del shogunato Tokugawa, en el seno de una familia muy tradicional originaria de Aizu, una de los principales bastiones de los Tokugawa. Qué tendría Nakano para que, siendo apenas una niña, el maestro espadero (o katanero, si es que existe este término) Akaoka Daisuke pidiese a su padre permiso para llevársela como pupila y adiestrarla en el noble arte de las artes marciales y la lucha, además de la correspondiente formación artística y literaria. Porque los samuráis, además de guerreros, también eran gente instruida. El padre aceptó encantado y la niña quedó bajo la tutela de Daisuke.

Un maestro de élite, las ganas de aprender, un espíritu inquebrantable, un toque de rebeldía (todo impropio de su edad)  y la afición por la lectura de los libros de caballerías en su versión japonesa, modelaron y crearon una experta guerrera, hasta el punto de que con 16 años ya adiestraba a mujeres nobles de Edo. Todo el respeto y al admiración que tenía Nakano por su maestro se vino abajo cuando le planteó la cuestión del matrimonio, lógicamente concertado. Ni estaba preparada ni lo quería para ella, así que abandonó a su mentor y viajó hasta Aizu, donde su familia se había establecido hacía unos años. Y allí siguió con su entrenamiento y con la instrucción de sus paisanas en el manejo de la naginata, hasta que  llegamos a 1868. Recién cumplidos los 21 años, nuestra protagonista fue testigo del derrocamiento del shogunato.

A pesar de que el último shogun de los Tokugawa ya había renunciado a su cargo, devuelto el poder al Emperador y entregado el castillo Edo a las fuerzas imperiales, Aizu y sus gentes, fieles a los Tokugawa, se negaron a someterse y decidieron seguir luchando. En octubre de 1868 las tropas imperiales pusieron cerco al castillo de Aizu.

Desde las murallas, unos 5.000 defensores disparaban flechas y arcabuces tratando de evitar el asalto de un ejército que los superara en una proporción de cinco a uno y que estaba equipado con modernas armas de fuego, incluidos cañones. Aquello era cuestión de tiempo, y no mucho. Poco se podía hacer desde la distancia contra el poderío del ejército imperial, así que había que intentar luchar cuerpo a cuerpo o a no más distancia de la longitud de una naginata. Y eso es lo que hizo Nakano.

Reunió un grupo de unas 20 ó 30 mujeres, entre las que se encontraba su hermana y a las que había entrenado personalmente, y les contó su plan: escabullirse por una salida secreta del castillo (sí, todos los castillos tienen una... o así debería ser) y sorprender a las unidades de artillería que estaban machacando las defensas. Sobre el papel parecía muy sencillo, en la realidad era un acto de fe o un suicidio, pero así eran ellas. Consiguieron salir de la fortificación sin ser vistas y, contra todo pronóstico, llegar hasta las posiciones enemigas sorprendiendo a los soldados echando el pitillo de después (de después de cada disparo).

Nadie, en su sano juicio, podía pensar que los sitiados se atreverían a salir  para enfrentarse con armas blancas a un ejército moderno con armas de fuego. Pues sí, Nakano y sus compis lo hicieron. Mientras duró la sorpresa, las naginatas cortaron, amputaron, cercenaron y decapitaron. Se cuenta que, alrededor de Nakano, había seis cuerpos de soldados enemigos y ninguno estaba entero. Cuando enfilaba su séptima víctima, una bala impactó en su pecho y la hizo tambalearse. Como la niebla que les hizo de cómplice ya se había disipado y la sorpresa ya había perdido fuerza, los imperiales empuñaron sus armas y dispararon para repeler el ataque.

Nada podían hacer frente a las balas, así que, las que pudieron, optaron por regresar, entre ellas Nakano ayudada por su hermana. Aquella incursión, además de elevar la moral de los sitiados, obligó al ejército enemigo a replantear su estrategia, parando aquella ofensiva total sin ningún tipo de defensa y fortificando sus posiciones por miedo a nuevos ataques al más puro estilo gore. Un mes después, caía Aizu.

¿Y qué fue de Nakano? Pues que no sobrevivió a aquel disparo. Le dio tiempo a regresar al castillo y pedirle a su hermana su última voluntad: por miedo a que el enemigo tomara su cabeza como trofeo y descansara en lo alto de una pica, le pidió a su hermana que la decapitara y enterrara su cabeza. Así que, en una especie de seppuku sin la parte inicial, la de rajar la tripa y el correspondiente eviscerado, su hermana le cortó la cabeza y la  enterró bajo un árbol en el templo Hōkai-ji, donde años más tarde se erigió un monumento en su honor. Durante el Festival de Otoño anual de Aizu, un grupo de jóvenes se visten de onna bugeisha y participan en la procesión para conmemorar las acciones de Nakano y su banda de mujeres guerreras.