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Correr Correr
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No sé correr, pero hace unos días corrí por primera vez en la playa. Y mientras lo hacía, vi al sol ponerse. Y a dos hermanas caminando de la mano. Vi una sombrilla puesta sobre arena mojada. A un chaval corriendo que sí sabía correr. Y a un matrimonio abrazado.

Vi una silla huérfana, tapada con una toalla de Schweppes. También vi un barco pesquero que se recogía y se iba mar adentro y, al mismo tiempo, vi otro que llegaba y se amarraba. Vi muchas conchas, cogí dos y las devolví a la tierra.

Mientras corría sudé como una cerda y me crucé con un tractor que endurecía la arena. Después sentí y perseguí sus huellas. Quizá fueron ellas las que me animaron a bañarme con lo que llevaba puesto. Con la camiseta que una señora me vendió en un mercadillo, una prenda que jamás me puse para salir porque no me gustaba cómo me quedaba, pero que no dejaron devolver y ahora me ha acompañado en el baño más increíble que me he dado en la vida.

Desde el agua vi dos pececillos que se peleaban, ¿o quizá se besaban? También vi una pareja enamorarse, o a lo mejor se estaban reenamorándose, qué se yo. Observé a un señor cortándole el pelo a una palmera mientras una nevera se abría y de ella salía un zumo de piña y unos filetes empanados.

Me bañé un buen rato, hasta que me arrugué. Hice el muerto en el mar y me mecí entre las espumas. Mientras lo hacía, me acordé de cuando mi padre me enseñó a nadar y dejé hueco para los recuerdos de quienes ya no están. Miré hacia un cielo despejadísimo, que estaba azulísimo tan temprano, les lancé un beso, cerré los ojos y junté las manos: “Ohmmm. Confío, universo, en todo lo que me tienes reservado”.

Me olvidé de todo. Escuché el sonido de los pájaros que me sobrevolaban. ¿Qué hablarán? ¿Se estarán quejando o estarán contentos? Me emocioné por estar ahí, por poder escuchar el silencio. Vi a una mujer literalmente volando sobre una tabla. Canté en voz alta Como todos los meses de agosto, de Ixo Rai, y otro chico que caminaba rápido por la orilla continuó: “...al llegar la fiesta mayor, nos pondremos la muda bien limpia, y del brazo saldremos los dos”. Nos reímos. Entendí cosas que solo entiendes cuando te das media hora para ti. Y vi a una señora que enseñaba por videoconferencia a alguien la belleza que nos rodeaba.

Me sequé sin toalla y me llené el culo de arena. Estuve sin móvil durante mucho rato. Descubrí el sonido de las olas al romperse y recuperé el sabor del agua del mar. Una chica se echaba una foto a sus pies con el mar de fondo y se la envió a alguien que le contestó algo cachondo, porque se meó literalmente de la risa. A su lado, un crío lanzó un avión de papel que parecía que iba a llegar hasta el cielo.

Me dieron tres veces los buenos días y me tomé un café solo sin hielo en el primer bar que vi. Todos los chiringuitos que custodiaban el mar aún dormían. Ahí me di cuenta de que corre mucha más gente de la que yo misma creía y me sentí muy orgullosa de que en mi primera carrera junto al mar nadie conocido me haya visto correr.

Compré churros y callejeé por calles que nunca antes había pisado. Me crucé con caras recién despiertas y con otras que aún no se habían acostado.

Un perro me ladró y le respondí con un: ¡pero no te enfades! Yo caminaba cada vez más rápido porque aún llevaba el culo empapado, y es una de las sensaciones que más me incomodan.    

No sé correr, pero sé mirar a mi alrededor y entender que solo aprende quien admira. Como decía Rachel Carson en el libro El sentido del asombro, los que contemplan la belleza del mundo encuentran reservas de fortaleza que los acompañarán durante toda la vida.

Por eso decidí volver a la mañana siguiente. A encontrarme de nuevo con todas estas escenas que no esperaba y que harán mucho más llevadero el invierno cuando ya no quede ni rastro de este verano que, por fortuna, aún no se acaba.