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El Camino El Camino

El Camino

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Llegó a la plaza del Obradoiro y se quedó observando a los peregrinos. Unos iban solos; otros, acompañados. Algunos descansaban en el suelo mientras la mayoría se hacía selfies con la catedral de fondo. Se quedó un buen rato escuchándolos y preguntó a más de uno por qué estaba ahí, qué le había llevado a recorrer todos aquellos kilómetros.

Marisa se lo prometió al Apóstol si su padre se curaba de un cáncer horroroso y ahí estaba, cumpliendo.

La cuadrilla de Mayca lo hizo porque no tenían un duro para irse a Ibiza sin saber que dormir en los cámpines municipales y lavarse las bragas a mano se convertiría en la experiencia de sus vidas.

Álvaro cogió a su perro labrador y se echó a andar, simplemente por vivir la aventura. Tras los pasos de un señor de Utrera había algo que ni siquiera él alcanzaba a ver.

Al rato entró en la catedral, encendió unas velas y se quedó una hora dentro, sentada en un banco de la quinta fila. Delante de ella había otra chica que lloraba a moco tendido. A su lado descansaba su mochila, con las botas de trekking y la vieria colgando por fuera.

Cuando la escuchó sorberse los mocos le apoyó un kleenex en su pierna izquierda. Le dio las gracias y se quedaron las dos en silencio, una detrás de la otra, la otra delante de la una. Cada una mantenía una conversación consigo misma mientras la gente entraba, hacía fotos y se marchaba.

Nunca supo la razón por la que lloraba aquella muchacha que tenía cara de llamarse Raquel.  Quizá lloraba de pena, o de alegría, o quizá fuera por las dos cosas a la vez.

Ella también había hecho una especie de camino muy largo hasta llegar ahí, pero tampoco tenía una razón de peso que le empujó a hacerlo. Simplemente se echó la mochila al hombro y caminó.

En esa ola que surfeó hasta llegar a Santiago cuando su vida giraba demasiado rápido quiso mimetizarse con el espíritu austero del viaje, como Mayca y sus amigas.

Por ejemplo, todas las mañanas intentaba llegar de las primeras al pueblo donde dormiría por la noche para tener un hueco en el albergue municipal y ahorrarse los doce euros que cuesta un albergue más cool.

Compraba la comida en el súper y evitaba los bares. Se cabreaba cuando necesitaba wifi y no lo encontraba, pero a los dos segundos se regañaba a sí misma porque vino a eso: a aislarse de ese mundo hiperconectado y reconectarse. Con ella misma. Con la vida.

La mayoría de los peregrinos llevaba la mochila a cuestas, solo vio a una pareja que caminaba sin peso en la espalda porque enviaban sus cosas en taxi hasta la siguiente estación.

Sentir el peso de ese macuto que cada día parecía que pesaba más aunque cada tarde se desprendía de algo que se convertía prescindible le enseñó a valorar las cosas más importantes de la vida y a deshacerse de muchas otras que solo ocupan un hueco en el armario… y en el corazón.

En su particular carrera hacia Santiago se propuso una meta: mirar el paisaje, disfrutar de cada amanecer, observar todos los atardeceres, orientarse sin móvil, escuchar el sonido de los pájaros e intentar interpretarlos, descubrir el nombres de más flores y de nuevos pueblos, romper el peso de su particular burbuja y sumergirse en la historia de ese peregrino que hoy camina unos minutos a su lado.

¿Y qué es la vida, si no eso? El camino enseña a recorrer treinta kilómetros más con los pies reventados de ampollas. El camino es sentir un gran peso subido a las espaldas. El camino es escuchar y también compartir historias de duelo, de amor, de agradecimiento, de amistad, de muerte y de vida. El camino es la propia vida y la vida en sí misma es un regalo. Por eso tenemos que vivir el presente, que es lo único que nos pertenece.

Ella no tenía intención de llegar a Santiago y dejarlo ahí. Así que cogió la mochila, salió de la Catedral y siguió caminando. A veces, casi siempre, no existe otra opción.